El último lector | Instrucciones para una ilusión / Rael Salvador
En un momento de la Historia dejamos de cargar piedras para llevar libros… En 1968, año crucial de las revueltas, volvimos de nuevo a los libros, pero gracias al poder de las piedras.
Me entusiasma Henry Miller citando a Jakob Wassermann, autor de “El caso Maurizius”, cuando uno de sus personajes dice: “El bien y el mal no están determinados por el trato entre las personas, sino totalmente por el trato del hombre consigo mismo”, enunciación que me obliga a rememorar el esplendor de Thomas Mann: “¿No se basa todo amor al hombre en el conocimiento fraternal, compasivo y lleno de simpatía, de su situación difícil y casi desesperada? Sí, hay un patriotismo de la humanidad que se funda en esto: se ama al hombre porque su vida es difícil y porque uno mismo es hombre”.
En mi juventud temprana, en un trance que admití con fascinación agotadora, leí al golfo de New York, Henry Miller. Todos sus libros, en un solo cuerpo de obra, se asentaron en un legado de sabiduría. Conocer a Miller me permitió empaparme lo mismo del lúbrico juego de la vida que de la falsedad cínica de la Historia, que no destaca sólo por la falsedad de sus glorias sino por la sangre miserable con la que se escribe…
Respecto a la censura, la clandestinidad y la persecución, podría responderse de la manera más sencilla de la forma siguiente: el sexo y Henry Miller constituyen el tema central en todas sus obras. Pero hay algo más: su acercamiento al mundo griego, al budismo zen, al misterio tibetano, Krishnamurti y a toda aquella ola oriental renaciente que, más de una vez, salvó el menguante paso del hombre por las postrimerías de lo que creíamos otrora el siglo de las guerras.
Pasado el tiempo, observo que la amistad que guardó con Anaïs Nin está impregnada por el dulce erotismo de la simpatía. Tierna amante del autor de “Trópico de Cáncer”, ella extiende con gratificante exquisitez las enseñanzas parisinas de un hombre hecho de carne y arte, espiritualidad a la enésima potencia, convirtiéndose en beneficiaria de una develación lúcida e íntima, pletórica de libertad humana.
Tanto Anaïs como Miller, no descreen del genio de Rabelais –con su permisible “haz lo que quieras”– y, en una explosión de belleza y verdad, se instituyen como pilares de la literatura sensual y amatoria del siglo XX –un siglo que, como referente, se derrumbó en guerras y dio paso a una avezada tecnología que actualmente se especializa en multiplicar la arrogancia brutal de todas las ignorancias–; digo, bellezas y verdades que se observan poco ahora, cuando el mundo ha transformado la pulsión de vida en demencia judicial, confundiendo el esplendor carnal de un arte milenario con el acoso sexual.
Si la voluptuosidad ginecológica de ambos sexos no se transforma en dulce erotismo y simpatía, la neurótica especie que nos habita estará condenada a rentar carne esterilizada y freírla al calor de los hologramas, confundiendo la masturbación, en el cuerpo de otro, con la felicidad que proporciona la naturaleza del placer.
¿En qué momento de la historia dejamos de cargar piedras y libros para trepar de nuevo a los árboles?
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