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Opinión

El último lector | Hadassa Ceniceros: «Las estaciones del día»

Por: Rael Salvador

Las raíces de la literatura se encuentran en la mezcla de lo humano y lo divino, en los sueños que nos presenta y eleva la realidad.

Tuve en mis manos, en algún momento de mi vida, un libro que acomoda con equidad vital el rigor de sus versos: “Las estaciones del día”. De la dimensión de su cantar, la originalidad de lo cotidiano resulta sugerente: es un mapa de sentimientos y acontecimientos, de la esencia de lo amado.

“…desde el arcón de sándalo y caoba
sube hasta mi memoria la añeja melodía
de tu nombre…”

Se percibe la amalgama de lo clásico entrando como luz del amanecer: quizá en la cómoda se encuentre la impresión de un testigo —Homero o José Saramago— o alguna escultura mínima de la belleza seductora de Circe, esa diosa hechicera, mitológica, que no sabía fallar…

Considero, en lo esencial, que toda poesía —digna de ser llamada así—, antes que ofrecer testimonio o ser puesta al servicio de la emoción, fundamenta el misterio: nos revela lo insondable. Ese lugar metafísico en donde hasta los ángeles temen asomar sus alas.

“Me extiendo como un arco
desde ahora
hasta siempre
resguardando el instante de la idea
volátil pero cierta…”

Zaratustra-Nietzsche, se sabe, es un budista occidental. Y, más allá del bien y del mal que pregona su levitación intelectual, determina tres elementos indispensables para el arribo a la revelación: “El impulso sexual, la embriaguez y la crueldad”, todos ellos pertenecientes al más antiguo júbilo festivo del hombre, es decir del artista que va por la cuerda…

Así, en el límite de las palabras, nos encontramos con lo ilimitado, con lo divino imperativo.

De ahí, de esas brumas del pensamiento mítico, trasladado a lo humano, que la poesía sea el lenguaje que utiliza, no el hombre sino el “escritor” para hablar con los dioses, de la misma manera que el Oráculo es el medio predilecto con el que se valen los dioses para hablar con los mortales… y que, posteriormente, el poeta, “la Pitonisa”, la poeta —dominadores del símbolo y su interpretación— vuelven o transforman en profecía terrestre, en mantra de salvedad.

“…cuando visto de blanco, compro flores,
cuando leo un poema o cuando bailo,
fuera de esto me queda solamente
mi cama por la luna humedecida
las alargadas sombras del verano
el perfume sutil de los jazmines…”

Me es suficiente leer la poesía en estos términos para sentir el encanto de su mágica versatilidad, formuladas en la sensible repetición del sonido del habla, concretándose luego en la repetición del sonido de la escritura.

Es un tiempo benigno de estaciones, que surgen de las profundidades luminosas de la creación, atraviesan la oscuridad de todas las edades y se instalan, con su revelación y encono magistral, en nuestro día.

“…vivo cierta de haber probado todo
la pasión entre símbolos brindada
la ternura compuesta, contenida
después
la blanda soledad de la ginebra
el vacío perpetuo de tu cuerpo
el sollozo y el grito amordazado
y el tiempo inexistente de haber sido”.

“Las estaciones del día”, importante poemario de Hadassa Ceniceros (con prólogo de Javier Manríquez, acompañado por la obra plástica José Carrillo Cedillo), reúne versos en una sabiduría que admite, gratifica y comparte el conocimiento de lo humano, la musicalidad del alma y el placer de lo que aumenta con el asombro.

Si los versos aquí presentes pueden sostenerse en su ritual de solidez y gracia, es precisamente porque la poesía ha perdurado desde el siglo XX, antes de Cristo, en China —“Él escucha el ruido de sus tijeras bajo la noche profunda…”—, hasta este día que, como hoy, celebramos todas estas estaciones.

La poesía resurge del fondo de los siglos, y es consolador porque significa que la voluntad de belleza viene de atrás, continúa y va seguir.

“Descubro tono nuevo en versos viejos
encuentro ores secas entre hojas tristes
reinvento el canto
y camino desnuda por la casa…”

Hay poesía desde el lúcido primitivismo oriental, Hinduismo o Budismo que se prolonga en los presocráticos a través del misterioso hilo conductor del Orfismo, es decir de Parménides y Empédocles, y sigue con los Pitagóricos y Platón, con los Neoplatónicos paganos y renacentista, con las místicas árabe, judía y cristiana, con el romanticismo esencial, el centroeuropeo, y que se cierra o se abre, según el caso, en la modernidad de nuestros días con el más reciente verso que, en su resplandor, un poeta escriba…

“Si dejarte leer de mis palabras
como se ofrece agua al visitante
fuera el modo secreto
de quererte (sin levantar sospechas)”.

Son raíces, como decía, de lo humano y lo divino, de un sentir que lleva lejos la armonía de su pensar, que hace género en lo que toca, serenidad en el meditado desprendimiento del alma, en este caso, de la pluma de Hadassa Ceniceros.

Esto me recuerda a Platón en el Ión: “El poeta es una cosa ligera, alada, sagrada: no está en disposición de crear antes de ser inspirado por un dios que se halla fuera de él, ni antes de haber dejado de ser dueño de su razón”.

Platón sabía de lo que hablaba, pues de joven fue nada menos que discípulo del gran poeta y filósofo Parménides.

Como lo sabe también el poeta Javier Manríquez, cuando en el prólogo de “Las estaciones del día” disuelve el legado de la amistad en un caudal de apreciaciones que dan como resultado la afirmación incesante de que nos encontramos con un “lenguaje sencillo, sin edad”, donde abreva la palabra precisa de la poesía.

Halago sin tiempo, afectuosa presencia, solemnidad y afirmación incesante de una poética y un sentido del color y la forma… Me refiero al honesto trabajo plástico que ha realizado el maestro José Carrillo Cedillo para conformar la portada de “Las estaciones del día”, un recogimiento en la vigilia de una mesa, una carta —los poemas de Hadassa, por supuesto (“Penélope, ineluctable amor”, acrílico sobre tela)— y los innumerables sellos que la existencia nos proporciona para todos estos viajes entre humanos y divinos. 

Hadassa Ceniceros nació en Parral, Chihuahua, el año de 1948. La mayor parte de su vida ha transcurrido en Ensenada, Baja California. Estudió Ciencia Humanas en el Claustro de Sor Juana de la Ciudad de México (1981-1986). Además de “Flores de esperanza” (con prólogo de Virginia Hernández, editorial Pinos Alados, 2023), ha publicado dos libros de poesía de manera independiente: “Las estaciones del día” y “Bajo el mismo insomnio”, este último en colaboración con el pintor José Carrillo Cedillo. Desde hace algunos años es colaboradora en columnas de opinión en el periódico local El Vigía y en el Sol de Tijuana.

raelart@hotmail.com

*Texto leído en el Encuentro de Escritores “HORAS DE OTOÑO IV, GLORIA ORTIZ RAMÍREZ”. Centro Estatal de las Artes de Ensenada, miércoles 11 de septiembre de 2024.

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