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Opinión

El último lector | Haciendo caso a las sirenas diabólicas que manifiestan en las librerías

Por: Rael Salvador

En el orden natural de los estantes, los griegos dan paso a los latinos. De esa manera las lecturas previas son el hilo de Ariadna que nos salva del laberinto (perdernos para volvernos a encontrar). Sacudió un poco el polvo bajo y observó ensimismado las ediciones de Aulo Gelio, Cicerón, Quintiliano y Lucrecio. Lo sublime en piel y páginas, auténtico oro que decora al tiempo. Recordó que los antiguos lo resumían en un relámpago estremecedor: “Las palabras nacen de la belleza y el encanto”.

La hora silenciosa de la luz —de Oriente a Occidente—, cuando el libro se abre como cortina. Mas hay otros, donde uno invierte la visión y la caligrafía se desplaza a la inversa: las lenguas árabes —el hebreo y el japonés, por también citar ejemplos conocidos— se instituyen con el levante y, bajo el imperio de las estrellas, que no son otra cosas que dioses en descanso, se hunden en el poniente para recomenzar con o como el Sol.

Hacía buen Sol, por cierto, y sus anteojos de vidrio verde le habían descansado los ojos. Montó en su mano —agilidad que le divierte— uno de los dos tomos que, en mesa aparte y con singular apariencia, llamaron su atención: “Die Welt als Wille und Vorstellung” (El mundo como voluntad y representación), editado en 1819 por Brockhaus y escrito por un filósofo nombrado Arthur Schopenhauer. 

En las librería de ocasión, más que en otro lugar, se cuelan novedades añejas que no se aprecian o se aprecian demasiado. Maravillas para demonios, esos que olfatean la exquisitez de la sangre en la tinta.

(Aquí —si deseamos ofrecer una estampa que copule con la verdad— no hay más remedio que parafrasear al viejo Kierkegaard: «Que otros se lamenten de que los “libros” son malos; yo me quejo de su mediocridad, puesto que ya no desbordan en ellos pasiones… Por eso mi alma se vuelve siempre al Viejo Testamento y a Shakespeare. Aquí se siente, en todo caso, la impresión de que son hombres los que hablan: aquí se odia y se ama de veras, se mata al enemigo, y se maldice a su descendencia por todas las generaciones; aquí se peca».)

El pesimismo que lee lo llena de entusiasmo, al grado de sentir una voz tierna que le dice al oído: “¡Llévatelo!” “Llévate este libro a casa”. La música lo marea con dulzura y, haciendo caso a las sirenas diabólicas —esas que manifiestan en las librerías—, paga en caja y se encamina sobre el sendero dejado por sus pasos. 

Los días siguientes, Nietzsche se ve en la urgencia de elaborar un horario para sus sueños: cuatro horas. De dos de la madrugada a seis de la mañana. Así aprovechará una suma cuantiosa de vigilia, porque no puede existir descanso ante un libró atípico que ha sido escrito exclusivamente “para uno”.

El jugo gástrico del intelecto baña con delectación el cuerpo de un arácnido suculento: repudio, ironía, desilusión, orientalismo, acercamiento a las más profundas e inhóspitas verdades del hombre… 

En dos semanas, Schopenhauer es digerido. 

Sobrado de juventud, Nietzsche es demasiado lúcido —en su viaje sin retorno, la Nave de los locos no embarca a otro tipo de pasajero—, y retozando ya en la telaraña surgida del cascarón cósmico de sus sábanas, sabe que —para gracia y gusto de su admirado Richard Wagner— se ha convertido al schopenhauerismo.

raelart@hotmail.com

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