El último lector | El sueño inmóvil de una bala
Enorme era la sensibilidad de Albert Camus, a tal grado que, literalmente, la realidad lo asfixiaba (su médico siempre estaba pendiente).
El autor de “El extranjero”, que padecía tuberculosis, solía decir: “Morimos a los cincuenta años de una bala de nostalgia que nos disparamos al corazón a los veinte”.
En primer lugar, el absurdo: Camus murió en un accidente automovilístico a la edad de 47 años…
Pero hay algo en esta enunciación, en la oscura noche del alma de estas palabras: “…una bala de nostalgia que nos disparamos al corazón a los veinte”.
Lo sé, lo puedo intuir. Hay algo ahí.
Quizá sólo sea mi edad, la declinación de los sueños, el deterioro inevitable de los cuerpos (no me importa tanto el mío, pero observar la decadencia de los otros, en los que se esmeraron tanto, es… simplemente incomprensible).
La mente falla, los nervios son una tormenta eléctrica, los huesos truenan, la dignidad vacila, la honestidad se tambalea ante el duro encono de las circunstancias y, transformado en angustia, el sentido de seguridad cobra cara su cordura.
Me pregunto, ¿cómo se alojó esa bala en nuestro corazón?
Quizá sólo fue el disparo que no quisimos oír cuando el primer gran amor de nuestra vida jalaba el gatillo y nos abandonaba para hacer su vida feliz…
Quizá sólo fue el estruendo sordo de ver cómo las ilusiones se nos derrumbaban porque la vida era otra cosa, más cercana al dolor, a la desesperación, al sacrificio…
Quizá fue sólo nuestro cumplimiento de víctimas y verdugos, el rol que la sociedad moderna nos obsequiaba como una expresión de bienestar político.
Quizá sólo fue la novela verídica que nos contamos como amigos o como amantes, mientras la lluvia, bajo la luz de los faroles, barría las calles de la ciudad.
Quizá fue sólo el contrasentido de ir hacia la creencia con un hacha de consuelo y desesperación…
¿Qué diablos puede saber uno?
Quizá el sermón, el discurso del locutor, el fingido saber del profesor, la tara resuelta del vendedor en turno, la engañosa virtud del que sabe ofertar su aprendizaje, los relojes de Berlín, la novia náutica, la pared de bronce, la liga perdida en la paz, el pez jícama, el nombre escarlata de todo amor, Francia en natación, la mina portuguesa, las pantorrillas de Miguel Ángel, la encía en el sillón, tres gatos persas, lo pobre y lo terrible, la fábula perfectible de lo irreal, un piano de gelatina, la calidad extraordinaria de un abrazo, los sueños inmóviles de los mudos, la rana en clase, Camus pensando en Lorca…
Quizá sólo fue eso, la navegación desenfadada e irresponsable en medio de la neblinosa y sombría ruta al inframundo (el Hades de nuestra realidad, la cual nos negamos a entender y, lo que es peor, a atender).
Decía John Donne, y lo decía muy bien: “La muerte de cualquier hombre me disminuye, porque yo formo parte de la humanidad; por tanto, nunca mandes a nadie a preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti”.
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