El último lector | El pensamiento invasivo de las bibliotecas / Rael Salvador
A lo largo, los libros siempre incurren en ello…
Uno se cruza de brazos, tuerce la boca –dando la idea de circunspecto– y deja caer lentamente la cabeza hacia el hombro izquierdo (Síndrome de Alejandro Magno).
La tarde puede ser gris, lumínica, apreciablemente desfavorecida; que no nos importe su imparcialidad: las apariencias igualmente no se presentan como un engaño.
Ellos, los libros, van afianzándose en algo parecido a un contenedor astronómico de temas, ideas, comentarios, apuntes, confesiones, memorias, autobiografías –más soñadas que vividas–, anotaciones, críticas, tratados, manuscritos, garabatos indescifrables, etc., para posteriormente apropiarse del lugar en forma de tomos, lomos, portadas, ediciones, volúmenes, diccionarios, colecciones –donde no pueden faltar los clásicos ejemplares en desuso–, dietarios, hagiografías, catálogos, mangas, fragmentos elegidos, legajos, cuadernos ilustrados, diarios prohibidos, hojas sueltas, copias sin fin… que, sin parecer exagerado, le ofrecen consistencia al misterio de la “La casa tomada” de Julio Cortázar.
«–Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo…
–¿Estás seguro?»
Esa casa en donde podían vivir ocho personas sin estorbarse, pero que al final el protagonista clausura la puerta con delicado terror y tira la llave en la alcantarilla…
«–No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera a la casa, a esa hora y con la casa tomada»
A decir de quienes lo han experimentado –no soy la excepción–, hay cierta complacencia en ello: cierto arrobo y éxtasis en la contemplación de ese animal vivo que es la biblioteca de autor; pero también habrá que reconocer en esta particular elevación del alma a aquellos que –lejanos y ajenos al oficio de lectores acumuladores– les parecerá un auténtico fastidio.
Miles y miles y miles de tomos y lomos que entorpecen su anodino y diario vivir. Es de dar risa. ¡En verdad!
Sin ironizar el festejo de los muchos libros, me contentaré al citar este subrayado que hace tiempo hice en una espléndida página de Philip Roth: “Sé lo que no tengo, pero también sé lo que soy”.
Un escritor, sin lugar a duda –como lo asevera Roth–, siempre necesita libros.
Quien opine lo contrario, con más urgencia necesita de esos libros.
(Es como en el juego cruel de las adicciones: aquel que más critica al drogadicto agonizante o al ebrio compulsivo es el que más demanda su parte de la dosis en la conversión del rechazo.)
Porque así como se presenta el Universo a esas aves nocturnas que son los astrónomos –me gusta decir, aunque no les acomode del todo, “pensiderales” (el neologismo es mío)–, una biblioteca casera de amplio espectro nunca está completa: el flujo editorial es constante y no se detiene (se continúa publicando ese demandante exceso de mierda maquillada y perfumada) y el enganchado a esa jeringuilla de placer, el “yonqui literario”, como sabemos, lo demanda todo, en el entendido que la luz de lo selecto atraviesa el horror de las muchas publicaciones –pantano, aquí sí, donde se percibe la “rara avis”– para llevarse un puñado de perlas a su biblioteca querida: irregular, saqueada, caída o en desgracia, sobrada o carente de libreros (como la mía), amontonada (como para una hoguera), esplendorosa, doméstica, presumiblemente selecta; en una palabra: hecha un puto “desastre”…
La palabra “desastre” es apocalípticamente hermosa, ya que significa “caída de astros”.
Cuando más desastrosa la biblioteca, ¡más luminosa!
Pero hay que tener cuidado, no vaya a ser que a algún pobre diablo –sobreviviente de la Pandemia– se le ocurra robar y uno… con “la casa tomada”.
raelart@hotmail.com