El último lector | El espectro del detective literario
Si el libro sustituyera los atributos del hombre, los hombres se convertirían en escritores sólo para exaltar sus atributos.
No sucede así.
Si el libro —en razón de su existencia— es lo único que queda de un escritor después de muerto, sólo las revelaciones contenidas en sus páginas avivan la añoranza, a la vez que determinan que la emboscada de la vida es definitiva.
Hoy en día que circula la edición memoriosa de Sergio González Rodríguez (1950-2017), “Teoría novelada de mí mismo” (Literatura Random House), lo póstumo de un narrador revitaliza un presente lejano, iniciático, formativo, preliminar en su visitación, por momentos en tránsito entre la realidad y el rock, entre el sueño y el cine, entre la escritura y su fantasma, haciendo del esbozo autobiográfico “la historia universal de una persona”.
Ahora que el autor de “El hombre sin cabeza” ya no está, que sus encuentros se han cancelado de forma por demás abrupta, que su latido nos ofrendó con lo mejor de su tinta, que el trazo de su pulso quedó, ante la afasia de los resentidos, como el signo de los tiempos.
Un corazón de escriba, independiente y honesto, como no se había dado en el país.
Jodido se ha puesto el asunto, ya nadie quiere ir cojo por ahí, con la verdad a cuestas: un ojo sangrando y la maleta llena de documentos que nadie se atreve a difundir.
A pesar de todo, hubo medios que asumieron el riesgo: se le publicó y se le honró, reconociendo que sus investigaciones guardan aún muchas pistas para dilucidar y desarticular la violencia en México.
Violencia que casi lo desarticula a él.
(Cerca de una década atrás, en su investigación sobre la matanza de mujeres en Ciudad Juárez, unos “sicarios lo asaltaron en un taxi y lo golpearon hasta dejarle una cojera crónica y un coágulo en la cabeza”.)
¿Es este libro de Sergio González Rodríguez un invernadero para fantasmas?
Sí y no. No y sí.
Sí, cuando el imaginario irrumpe en brumas oníricas y despierta burbujas teóricas en su interior, y se pasa al ensayo/relato o viceversa, para proponer una metodología: Oneirograma (de “Oneiro”, sueño, proveniente del griego; “grama”, de igual fuente, escrito/letra).
No, cuando la investigación sobresale en su pesquisa y aporta elementos graduales, destinados en la construcción de su filo a decapitar la realidad. Se parte del espectro del detective literario, pero se rebasa la propuesta de Roberto Bolaño y, entonces, las huesos agitan sus llamas como banderas infernales… Lo peor de todo, que no se trata de metáforas: se emborronan nombres que consignan series de mujeres asesinadas y alumnos masacrados.
Porque para Sergio González Rodríguez resulta vital y necesario —esperando que lo sobreviva, como él lo hizo a su propio secuestro— “observar la violencia extrema para que se fortalezca el conocimiento humano sobre sí mismo”, a la vez que se toman medidas ante los medios que la niegan, “porque la censura sólo juega a favor de la manipulación de la realidad, que encubre corruptelas, ineptitud, ineficacia y irresponsabilidad de las autoridades”.
Por un lado, el obligado bosque de citas que validan el crecimiento oxigenado del propio árbol y que, a salto de rama, teje la elevación de un discurso de llamas comunicantes: las hojas de autor, hacia el lector.
Por otro, la citadina atmósfera de los refugios —escritorios, moteles, guaridas, pozos, zanjas, periferias del fantasma—, seguida de la cardinal energía de la cultura para desencarnar las anclas del prejuicio y, desgarradura escurriendo en la oscuridad de lo insomne, sondear un cosmos desacuartelado que es la existencia misma, porque “un cuarto de hotel sería —aquí Sergio habla por muchos de nosotros— una porción del desierto sobre cuya arena se dibuja la caligrafía del deseo”.
En tales condiciones, “Teoría novelada de mí mismo” resulta ser un breve epílogo para un largo adiós: un ojo que obliga a observar el pasado como navajas incrustadas en la actualidad, hojas de un libro que incitan a considerar la pérdida en su corte.
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