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Opinión

El último lector | De la naturaleza de las cosas

Por: Rael Salvador

En el amplio botiquín de las sorpresas, la más de las ocasiones dar a conocer algo es combinar lo útil con lo dulce, de la misma manera que un médico mezcla su miel en las agrias medicinas que administra.

Así, las ideas son sólo fármacos morales que, al ir de aquí para allá —dando tumbos por las diversas clínicas del tiempo—, muchas veces pierden la etiqueta donde se inscribe su caducidad.

Releyendo apuntes en mis cuadernos de notas, me llama la atención esta magnífica transcripción que hace tiempo realicé de la edición latina “De rerum natura” (conocida como “De la naturaleza de las cosas”), la obra fundamental de Tito Lucrecio Caro (99 a.C.-55 a.C), pensador y poeta romano que, a través de la lucidez filosófica, hace de las cosas ordinarias una veta de reflexiones que bien deberían apuntarse —e ilustrarse, en este caso, con la joya de Virgil Finlay— como prioridades en el ciego desorden moral de nuestras tareas diarias.

Lucrecio estima la existencia de la manera siguiente: “Cuando supieron servirse de las chozas, de las pieles de los animales y del fuego, cuando las mujeres, a través del vínculo del matrimonio, llegó a ser propiedad de sólo un esposo y vieron aumentar la descendencia nacida de su sangre, entonces el género humano comenzó a perder poco a poco su rudeza (…). Venus los privó de su vigor; y los niños, por medio de sus caricias, no tuvieron dificultad en ablandar la natural ferocidad de sus padres. Entonces también la amistad comenzó a anudar sus vínculos entre vecinos, deseosos de evitarse toda violencia mutua: se apoyaron los unos a los otros, y los niños y las mujeres dieron a entender confusamente a través de la voz y del gesto que era justo que todos tuvieran piedad de los débiles”.

Anteponiendo vida y verdad —en tiempos de ratas y flores—, el lenguaje no se permite la debilidad cómplice de silenciar la belleza ni la violencia.

Ahora que los niños son asesinados, aún sin haber nacido (faltos de probetas, en hospitales derruidos, sin energía elemental y médicos identificados como “terroristas”), en el moderno primitivismo de una guerra que no les pertenece, carentes de un clima de paz y enfrentados a los caminos de la lógica del odio, sabemos que el mal absoluto jamás vence del todo.

Me pregunto, ¿qué tanto llevamos de nuestro pasado en la cada vez más reciclada “novedad” de nuestros actos? ¿Poseemos cualidades de reflexión innata para que la filosofía se manifieste propositivamente ante el orden natural de las cosas?

¿El mundo que nos cerca con su irregular manifestación de seres y enseres es una franca invitación a desentrañarlo?

Lo decía Lucrecio: “Lo viejo que no se conoce será siempre nuevo”.

Ante la historia de las ideas, la tecnología presente ha revolucionado la visión que, a lo largo de los siglos, teníamos de la realidad, lo que no quiere decir que hemos avanzado en los dominios personales del conocimiento y la sabiduría.

Quizá sólo nos hemos servido de ello, la más de las veces irresponsable y cínicamente.

Observando siempre la vasta revelación de su innegable utilidad, los escritos de la antigüedad —como este caro fragmento de Lucrecio—, nos ayudan a comprender en plenitud que los seres humanos somos generadores de circunstancias y no sólo víctimas que se dejan atrapar por ellas.

Si lo sabe, muy bien.

Sobre todo, porque ir a conocer lo conocido es como la equivocación de conquistar lo conquistado.

raelart@hotmail.com

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