publicidad
Opinión

El último lector | De ascencionibus

Por: Rael Salvador

Nadie salva su alma musical sin escuchar —al menos durante una desvelada etílica— 47 veces seguidas la canción predilecta…

En mi caso, quienes en el ritual de “Waiting for the Sun” han llegado a ser comparsa, coro griego o testigos del arcoíris final de la cerveza saben de sobra que mi rendida predilección se enganchó desde hace décadas con “Light my fire”.

En cuestiones de gusto —y género—, el héroe llevado por su demonio advierte que sólo la heroína da con la aguja de Dios en el pajar: el requisito fisiológico de la embriaguez, el “Rausch” dionisiaco de Nietzsche. 

Por ello me encantó leer los subrayados que realizó Daniel Salinas Basave en las páginas 184 y 185 de su ejemplar de “Serotonina” (Anagrama, 2019) —líneas que evidencian las serpientes pesadillescas que Conrad remontó en el Congo—, parrafada de ceniza y diamantes donde flota el archipiélago literario que unifica el sentido y la elevación musical de Michel Houellebecq.

«El único recuerdo preciso que tengo —narra el escritor francés— es el de “Child in Time” (…), estéticamente aquel fue quizá el momento más hermoso de mi vida, quiero señalarlo en la que la belleza sirve para algo, total, que debimos ponerla treinta o cuarenta veces». 

La observación de Salinas Basave también es de resaltarse “De profundis”: «Michel Houellebecq no se anda con relativismos ni medias tintas con sus gustos musicales cuando se refiere a la escucha de “Child in Time” de Deep Purple en el concierto de Duisburg en 1970, como “el momento estéticamente más hermoso de su vida” y aunque admira el virtuosismo de Jon Lord en el teclado y la elevación absoluta con que Ian Gillan pasaba de la palabra al canto y del canto al grito desgarrador, para Houellebecq lo más cabrón es lo hecho por el baterista Ian Paice, que considera “el break más fabuloso y bello de toda la historia del rock”. Cierto, tal vez Neil Peart en “2112” o Bonzo Bonham en “Moby Dick” podrían poner en tela de juicio semejante afirmación, pero coincido con Houellebecq en que el Púrpura Profundo consigue momentos armónicos absolutamente sublimes. Claro, la contundente afirmación es pronunciada por Florent-Claude Labrouste, personaje de la novela “Serotonina”, pero todos sabemos que los nihilistas personajes holuellebecquianos suelen ser alteregos del autor. En cualquier caso, Deep Purple tendría motivos de sobra para sentirse orgulloso. Creo que no cualquier bandita puede presumir semejante afirmación plasmada en una novela escrita por el mayor rockstar literario mundial de esta época».

Con este tipo de prodigios se teje la lumínica alambrada del rock: reanudaciones, reiteraciones o —en el llano lenguaje penitenciario— reincidencias, y por ello voy a citar en lo que mí respecta “el momento más hermoso” ocurrido en uno de esos escenarios cósmicos…    

«“De ascencionibus”: No es nada fácil lograrlo. Puede pasar la eternidad —y su doble— para que se repita este milagro del azar.

Para que lo veamos, el Buda recurre a la analogía de la tortuga ciega: “Imaginen que hay un inmenso y profundo océano, tan grande como este mundo, sobre el que flota una argolla de oro, y en el fondo vive una tortuga ciega que sube a la superficie una vez cada cien mil años. ¿Cuántas posibilidades habría de que introdujera la cabeza dentro de la argolla?”.

En un concierto, el acierto se da.

Agotadas las localidades, del océano de gente el mensajero de los dioses (una niña que, montada en los zapatos de su madre, gana altura y visión) encuentra las coordenadas propicias del juego, entonces la argolla de abalorios se eleva desde la multitud —traspasa el cerco policiaco— y se instala en el cuello de Jim Morrison.

Pone la “gloria” en el escenario en llamas.

Esa gloria —materializada en la “Era de Aquarius”— es la “alegoría de la encarnación de luz”, la posibilidad de que un ser ocupe de nuevo un cuerpo humano; un prodigio inusual —en nuestra efímera, accidentada y maravillosa aventura terrestre— que nadie debería desaprovechar.

En la Edad Media, “De ascencionibus” significó la ascensión mística que permite al hombre iniciarse en una gnosis —o iluminación— que hace de él una criatura que ha encontrado el itinerario a partir del cual nació su Creador».*

En tiempos remotos, un hombre de mar era considerado como tal —un marino de verdad— si había guiado con fortuna su nave por Cabo de Hornos —peligrosas aguas meridionales donde se encuentra el paso Drake—. Si lo conseguía, era merecedor de lucir una argolla de oro en el lóbulo como señal de prestigio, irreductible prueba que ofrecía a la vista el digno estatus de valentía y experiencia, arrojo corsario y reputación.

Subir el volumen, ¡elevarse!: “You know that I would be a liar/ If I was to say to you/ Girl, we couldn’t get much higher… ¡Come on baby, light my fire!”.

Desde que comprendo lo anterior —quizá cuando Facundo Cabral me confesó que la palabra había sido su esposa y la música su amante—, dejo las libretas y las sustituyo por cuadernos pautados, y no me dirijo ya a las editoriales, sino a las casas disqueras.

*Fragmento del libro “Kata ton daimona eaytoy. Recuerdo del héroe llevado por su demonio” (Colección Palabra, 2022) de Rael Salvador, ilustrado con fotocrónica de Héctor García Mejía.

raelart@hotmail.com

Related Posts