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Opinión

El último lector | ¡Cuidado! El perdedor podría ser uno

Por: Rael Salvador

Una vez más, lo mediático se escuda en la primera persona de lo vulnerable. Lejos de recomponerse, vuelve —eterno retorno— a la identificación del truco necesario de las flechas y la diana.

En gran medida, a ciertos medios de comunicación —The New York Times, sobre todo, y los “colaroedores” The AtlanticTime The New Yorker, quienes con sus comentaristas, de fuentes anónimas, recalcitrantes y sulfurantes, hacen plaga en el planeta—, les interesa que el presidente demócrata de los EE UU, el abogado Joe Biden (de 81 años), se observe, a lo largo y a lo ancho del hecho mediático, ante 50 millones de telespectadores —el debate que acabamos de presenciar el jueves 27 de junio pasado—, como el gran perdedor, el derrotado evidente, el que balbucea, olvida, se pierde —que entra y sale de una galaxia de mini derrames cerebrales—, tartamudea y, además, lo hace desde una ronquera imbatible, surgida de una gripa de última hora.

Si no es así —¡cuidado!—, el desafortunado podría ser uno: el estricto “votante” que, en la imposición del discurso político, observa, mide, escucha, se equivoca, sopesa y valora el bienestar o la desgracia de sus propios intereses. Por ello resulta de suma importancia poner la diana a la altura de una nación, de un planeta: repetir hasta el hartazgo que, en el debate suscitado, hay un gran triunfador —el ruido y la furia estúpida y visceral de Donald Trump (no sabemos si futuro presidente o futuro presidiario)— y un pequeño perdedor —la ternurita senil de Biden maldiciendo a hurtadillas de una nación—.

El corolario es más que evidente: el hombre mediático norteamericano (de concatenación global), que comparte igual las normas públicas que la “razón” de Estado —cuando no se anda matando a tiros, dentro y fuera de su país—, es en estas circunstancias un rehén de “emociones en tendencia”, firmadas en una sala de redacción —tan vieja como el dinero—, así no emane de ellas otra cosa que la crueldad aborrecible —traficada como “virtuosa”—, la hipocresía sibilina y la misantropía suspicaz.

Esta es la mudanza de un espectro, no la obstinada defensa de un presidente norteamericano: no podemos insultar la debilidad de nuestros padres octogenarios —así sean los de la Patria— alegando titubeos imprevistos, lapsus desmemoriados, ausencia de agudeza, tibios resabios, idioteces a la carta, débiles quimeras, suavidades dramáticas, osadías de tristeza, ballets inútiles, poéticas de renuncia, andamiajes metafísicos, indecisiones de sombras, susurros de perdición, anatemas falaces…

Un presidente en debate es un perro que, potenciado por el Dios de su creencia —mano quemando la Biblia—, ladra la música de su naturaleza; se trata de un ciudadano encumbrado en el deber de una nación que rasguña el éxtasis con el alarido operístico de una muerte melódica, brava, operística, usurera, desafiante…

Eso no lo logra ni el buen esquema de mentiras e insatisfacciones que enarbola la figurilla rabiosamente enana de Donald Trump.

Por ello, digo, resulta de suma importancia, en estos tiempos electorales, poner la diana a la altura de una nación, de un planeta: repetir hasta el hartazgo que, en el debate suscitado, hay un gran victorioso y un pequeño perdedor, un león y un roedor… porque si no el “perdedor absoluto” sería uno.

raelart@hotmail.com

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