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Opinión

El último lector / Clarisse 451

Por: Rael Salvador

Como quien disfruta de su obertura predilecta —en el instrumental que ofrece la estación del año, teniendo como fondo la bóveda celeste—, cada cierto tiempo repaso o releo páginas de “Fahrenheit 451”. Me hace bien.

Camino de ceniza, podría decir; mas prefiero evocar hojas revoloteando su ingravidez dorada, porque mi anhelo es toparme de nuevo —en este tibio frío de otoño— con la bella y joven y lúcida y natural y dulce Clarisse McClellan, legítima catadora de estrellas y genuina bebedora de cielos, contrapunto esencial del escritor Ray Bradbury en la novela.

Y uno se pregunta, ¿a qué temperatura arden los sueños para que se encienda la esperanza?

Eso lo sabe el personaje principal del relato, Montag. Y lo sabe porque una tarde las hojas volaban de tal modo sobre la acera iluminada por la Luna, que la muchacha láctea parecía ir en una alfombra persa, rodante y deslizante como el viento que se ofrece en los obstinados meses de octubre y noviembre. 

Ese rostro delgado y blanco, un tanto inclinado por la aceptación de la vida, se miraba los zapatos rodeados de la hojarasca estremecida, obligándonos a observar la imagen con ternura y curiosidad insaciables.

La avidez de una flor bebiendo el rocío que la multiplica; el colibrí descubriendo en el espejo de la naturaleza su ser y su concatenación infinita…

Quizá eso sea la lectura en ese momento: un carrusel de abecedarios musicales que no incinera el tiempo, porque son páginas que se leen en la salvedad absoluta de la memoria.

El vestido de Clarisse —en el encanto y gracia del viento, aliento de Shakespeare— es maniobrado por un ritual de pájaros imantados —que se repelen en su mismo polo y avanzan—, estorninos iridiscentes que giran, revolotean y describen en su alta velocidad lentas y gigantescas imágenes cambiantes, magia de secretas murmuraciones de un Universo grácil y sincrónico…

Y luego el temblor de esa sonrisa fascinada —inocente y alegre— se encara hacia un sorprendido Montag: ojos brillantes y vivos bajo el ruido de los árboles que dejan caer su lluvia seca, hojas levitantes y maravillosas.

Montag sintió, en esas hojas de la novela, que la niña no se había movido ni una sola vez —danzando imperceptiblemente a su alrededor— y lo obligaba a girar, lo sacudía en silencio…

El rostro de Clarisse brillaba como la nieve a la luz de la Luna, como cuando un astro nos genera el placer del vértigo.

Empujados por el viento, un pie tras otro, caminaron por la noche, la cual se aromatizaba —más allá del queroseno bomberil— en duraznos y fresas, mezcla de la jugosa “prunus pérsica” y una canción de los Beatles. ¡Vaya usted a saber cuál!

“Bueno —dijo la muchacha—, tengo diecisiete años y estoy loca. Mi tía dice que es casi lo mismo. Cuando la gente te pregunte la edad me dice, contéstales que tienes diecisiete y estás loca. ¿No es hermoso caminar de noche. Me gusta oler y mirar, y algunas veces quedarme levantada a ver la salida del Sol”. 

Luego, en la inconsciencia deshumanizada, la lluvia de ceniza se hace ligera: múltiples crímenes de libros —“el lunes quemar a Millay, el miércoles a Whitman, el viernes a Faulkner”— y entonces Clarisse McClellan reaparece, vuelve a escena. Su cara reúne un cúmulo de gotas selectas que brindan en la sutil abertura de sus labios. Ella habla a Montag —pero sobre todo al lector— sobre su psiquiatra y de cómo la sociedad cuartelaria la obliga a ir y digerir sus discursos banales, los cuales, al igual que parásitos religiosos o ideológicos, busca incubar en su alma…  
«—Sí, pienso que necesitas en verdad un psiquiatra —dijo Montag.

—No lo dice en serio.

Montag retuvo el aliento un instante, luego dijo:

—No, no lo digo en serio.

—El psiquiatra quiere saber por qué me gusta andar por los bosques y mirar los pájaros y coleccionar mariposas. Un día le mostraré mi colección.

—Bueno.

—Quieren saber qué hago con mi tiempo. Les digo que a veces me siento y pienso. Pero no les digo qué. Pondrían el grito en las nubes. Y a veces les digo que me gustaría echar la cabeza hacia atrás, así, y dejar que la lluvia me entre en la boca. Sabe a vino. ¿Lo probó alguna vez?

—No, yo…»

La novela que visito de vez en vez o de cuando en cuando —como quien acaricia sus entrañas con la Sinfonía No. 7 cada ocasión que considera necesario el “allegretto” de Beethoven, y que honra en mi imaginación la temprana muerte de Clarisse (por eso la película de Truffaut es un regalo)— se publicó en 1953 y su paralelismo con el actual canto de sirenas tecnológico del siglo XXI es sorprendente. En el rango de los Poe, los Verne, los Wells y los Huxley, Ray Bradbury es la inspiración desconcentrada de los vesánicos Zuckerberg,  Bezos y Musk, parias digitales (excluidos a conveniencia) de un insostenible planeta en guerra (al encuentro de otro).

Así, ante estos telones de humo —tinglado de optimismo superficial—, nos dice el autor de “Fahrenheit 451” (temperatura a la que el papel de los libros enciende y arde): “No hace falta quemar libros si el mundo empieza a llenarse de gente que no lee, que no aprende, que no sabe”.

¿A qué temperatura arden los sueños para que se encienda la esperanza y todo avance en una luz un poco mejor?

Primero la belleza de un paso y luego otra página. Si en el desierto de nuestra conflagración la clave está en Rebeca, seguro que la respuesta que buscamos en la existencia la encontraremos en Clarisse. 

raelart@hotmail.com

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