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Opinión

El último lector | Amniótica del placer: fotografía de Vanessa Rodríguez Magaña

Por: Rael Salvador

Allí donde solíamos gritar” (2018) es un fotolibro que, extendiendo su velo de luz sombría a su intimidad de diario, recoge una experiencia amorosa fijando sus escenas en la incandescente ternura asesina que contiene la memoria de la pasión.

En otras palabras, el ojo de la cámara indaga en el misterio de la impermanencia, más allá de lo que suelen perdurar los romances, sosteniendo en la gramática compaginada de sus imágenes el vértigo de la promesa de eternidad.

Donde existe la enunciación visual “te amaré para toda la vida”, se resuelve el lugar físico, registrable, atmosférico, que incuba aquello que, perdidos los cuerpos, el espíritu vuelve registro vulnerable: “clamor”, “grito”, “gemido”…

Libre o prisionera, en su deshora toda experiencia “amorosa” renuncia a morir. 

La playa de las emociones estructura la evidencia del deseo amoroso –la carnalidad de las sabanas, el punto de fuga de la satisfacción– e incita de manera renovada el deseo sexual hacia el objeto de goce, ofreciendo a la vez las metáforas fotográficas que sellan la subjetividad del abandono: cuando el cúmulo de recuerdos traspasa la catarsis, el ofrecimiento visual desaparece como un aullido volatiliza su fuerza en agonía…

En tales condiciones, todo recuerdo es un dentellada del infierno, una rosa que abre la llamarada en el dolor codependiente.

Si la visión platónica-cristiana se basa en la entrega subjetiva –“espere su turno”, “¿qué ha quedado de nosotros?”, “¿el ahogo de cómo salvarse en esa piscina?”–, el amor griego antepone elogios en su versión erótica: lo que termina siempre reinicia para renovarse; de nos ser así: cambia.

En la falsedad implícita, que apalabra la promesa de amor a la belleza y la verdad, el grado de transparencia se convierte en un racimo de lágrimas que se rompe como un cristal de fantasmas. Si las imágenes aquí lo registran, anteponemos siempre a ellas el escaneo que realiza el subconsciente a partir de nuestra propia experiencia. Ése es el amor universal: reconocernos en similar éxtasis, la misma satisfacción de fracaso.

Los pixeles son vidriecitos de una constelación de dopamina que ofrece forma a la desesperación: tormenta de luz rehaciendo a su autora en una autofotobiografía que se lee con los residuos de lo humano maravilloso y criminal: el timo del romance en la aventura carnal de lo renovable, porque el amor no es otra cosa sino el engaño que utiliza la evolución para perpetuar la especie, siempre cifrado en los sabores, texturas y olores al nacer…

De ahí, la amniótica del placer: el regreso obligado a los pequeños flujos estrepitosos –siempre en espuma chasqueante– del excremento, la orina, la sangre… la surtida tibieza de la genitalidad (origen de toda psicopatía).

“¡Qué lugarcito para venir al mundo!”, comenta la amiga de la madre del escritor Junichiro Tanizaki, al darse cuenta, joven y aún soltera, de lo que significaba un alumbramiento. 

Nadie escapa a lo cotidiano del amor, quemadura que anuncia ampulosidad severa y da pecho al autocastigo; necesidad que se ofrece a través de todo acto final, cuando la violencia deja de ser autojustificable.

raelart@hotmail.com

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