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Opinión

El placer de leer en el jardín Centenario / Elena Poniatowska

Por: Elena Poniatowska / La Jornada

En el centro de Coyoacán, el joven Brandon Vega Castillo dirige una Casa de Artes, cuya última actividad antes de cerrar 2021 fue fundar un club de lectura para adultos y para niños.

En una casa colonial de la calle Felipe Carrillo Puerto, número 31, Brandon Vega abrió una pequeña galería de arte que los lunes se convierte en salón de lecturas. El primer día de la semana se dedica a adultos y el martes a cuentos y fábulas para niños.

Al taller de lectura de los lunes han acudido hasta ahora 13 niños que llegan solos, no importa su edad; cinco tienen escasos cinco o seis años. En diciembre de 2021 eran siete, pero muchos de estos niños son como los pájaros, aparecen y luego buscan otros parques. Todos son viene-viene. Los conductores les dan cinco pesos, con suerte 10. Nunca pasa de ahí; los dadores se sienten muy contentos consigo mismos por haber soltado algunas monedas.

Los niños comen en dos parques: en Santa Catarina, en el barrio de La Conchita, y en el jardín Centenario, de Coyoacán, que es mucho más concurrido, sobre todo los domingos.

Cuando los niños ven una patrulla corren a esconderse detrás de los carros o de los arbustos del jardín Centenario, para que los policías no los “inviten” a retirarse. Pasadas las tres de la tarde, reúnen en una bolsita de plástico todo lo que les han dado y compran tacos de canasta o pollos rostizados con papas fritas de carrito (no del súper) y beben refrescos.

Van desapareciendo a eso de las 10 de la noche. Pedro, Juan y Miguel toman el último microbús y se dirigen a la avenida Copilco, donde rentan un cuarto de azotea, casi siempre el mismo. Llevan más de cinco años rentándolo. Muchos universitarios rentan esos mismos cuartos.

Alberto Sánchez, también acomodador de coches, tiene nueve años. Usa la misma playera desde el Día de Reyes e informa: “Me la dieron el 6 de enero”. La playera gris, de tres meses de uso, tiene un canguro café en la parte de enfrente. A diferencia de otros niños que usan pantalón de mezclilla, Alberto lleva shorts, porque se moja mucho al lavar los coches. También sus padres estacionan autos en las calles de Moctezuma y Felipe Carrillo Puerto, en Coyoacán. Otros niños usan lentes de sol y gorra. En las farmacias, los empleados les regalan muestras de bloqueador para que no se quemen tanto. “Toma muchacho; tanto sol te va a achicharrar”, dice el farmacéutico, que es buena gente.

No todos los adultos son así. Desconfían y los tildan de rateros. En los estacionamientos, muchos encargados de cobrar no les permiten llenar sus cubetas.

–El agua es de todos –se atrevió a decir un día Alberto Sánchez.

–¡Lárgate, muchacho abusivo! –le dijo un joven muy ponchado.

Alberto puso pies en polvorosa con sus dos cubetas.

Alberto Sánchez es viene-viene. No asistió a la primaria; toda su educación la obtuvo de la calle. “Viene, viene, quebrándose, quebrándose…” Los choferes, desde lo alto de su ventanilla, le tienden una moneda o dos o cinco pesos cuando se acuerdan. Las mujeres son más generosas, pero no dan monedas, sino fruta o agua embotellada que llevan en el asiento de atrás.

Una rubia encopetada siempre se raja: “Te la debo”, y ninguno de los niños le guarda rencor, “porque está chula de bonita”. En una ocasión, un señor de lentes negros que conducía una camioneta de lujo bajó su vidrio y llamó a Julio, el más grande, y le tendió un billete de 500. “Ahí se lo reparten entre todos”.

–Es narco –informó Julio.

En la noche, Julio duerme en una de las bancas. A Alberto lo recogen sus padres después de las 10 de la noche. Nadie sabe a ciencia cierta de dónde vienen ni a qué se dedican, pero se detienen amenazantes ante Alberto, quien tiene que responder a la pregunta de todos los días: “¿Cuánto hiciste?”

El niño les tiende sus monedas, a veces son muchas. Cuando son pocas, el padre murmura:

–Sólo viniste a perder el tiempo.

Alberto y sus padres también duermen en un cuarto alquilado en Copilco. El casero les cobra dos mil pesos al mes.

Todas las habitaciones de esa vecindad de Copilco son de interés social. Padres e hijos se alimentan en los tianguis. Alberto tiene dos hermanos mayores, Carlos y Ricardo, que también estacionan coches. Ninguno fue a la escuela. Alberto es el único a quien le interesa la Escuela de Artes Cantiarte, en el parque Centenario. Ahí se reúne con Brandon Vega Castillo, un joven de 21 años que estudia historia y trabaja en la Biblioteca de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), y me informa: “Me dolió mucho la muerte de Agustín Rodríguez Fuentes, secretario general del sindicato de la UNAM, el 21 de febrero pasado. Era a todo dar”.

Las propinas que recibe Alberto pueden llegar a 200 pesos si logra acomodar 50 automóviles a lo largo del día y parte de la noche. Empieza a las siete de la mañana y termina cuando cierra La Perla Coyoacana, que tiene su rocola.

Alberto pregunta: “¿Se lo lavo, patroncito?”

La Casa Azul de Frida Kahlo, en la calle de Londres, atrae a gran número de turistas. Los niños estacionan sus coches en calles aledañas. Caen muy en gracia, porque dicen míster y tenkyu.

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