El oficio de vivir | ¿Cuántos brazos tiene el alma?
Me llega la noticia intempestivamente: te moriste Héctor Carreto. Los recuerdos se me agolpan en la memoria y siento espinas en el alma.
Eras el polivoz de los poetas. Memorables tus charlas con el engolamiento de Octavio Paz, tus ocurrencias sobre Monsi, García Ponce y Elizondo.
Arropaste a los amigos en momentos duros, siempre blandiendo La espada de San Jorge y mirando no sin ironía tal cual si fuésemos Los Habitantes de los parques públicos.
Pude conocer la mirada lúcida de tu madre en las postrimerías de su vida y me enteré que fue pionera en usar una máquina para escribir taquigrafía, de las cuales tenías muchas en alguna bodega; me regalaste una de esas rarezas de la tecnología, que creo tus padres inventaron para ser usadas en congresos y en el poder legislativo de México.
Me diste trabajo como “corruptor de estilo” en el departamento de Literatura de Bellas Artes hace muchos ayeres, labor que por cumplir cabalmente marcó mi efímero paso por tan preciados lares; nuestra jefa se llamaba Bernarda y bailaba flamenco, por lo que imagino deletreaba los textos con ritmo de tablao y tenía unos ojos verdes cuyo relámpago de su mirada afirmabas que era de entomólogo, pues te hacía sentir de la familia de los insectos enclavados en un corcho.
Tú con Dana y yo, en ese entonces, con Silvia, disfrutamos veladas entrañables, pletóricas de risas. Me llevaste a conocer al gran Bonifaz Nuño a la taquería La Lechuza de Miguel Ángel de Quevedo y ahí supe de la sencillez extrema del poeta eximio y traductor inaudito, a quien le molestaba que los colegas le dieran “tanta cova” literaria, pues él prefería la charla de todos los días, la conversa futbolera.
Fui testigo del premio que te dieron en España, llamado Luis Cernuda, mucho antes del Aguascalientes, anhelado por todo escritor, y como yo trabajaba ya en Radio Centro, apareciste como nota en todas las estaciones de la emisora para sorpresa de propios y extraños que escucharon tu nombre en taxis, peseros y camiones y coincidían en que los poetas no fueron noticia hasta entonces.
Luego, como canción de José Alfredo, las distancias apartaron nuestras ciudades y destruyeron nuestras costumbres y nos dejamos de ver, pero no en mi caso de pensarte. Sobre todo por aquella vez que estuviste a mi vera, como un hermano mayor cuando partió mi padre, tú ya habías cruzado ese trance y acuñaste una frase dolorosa pero certera, pues sabías que hay heridas que empiezan a sanar cuando las nombras: “yo sé lo que sientes, es como si te amputaran un brazo del alma”.
Ahora pienso en tus hijas y en Dana y en tantos amigos que dejaste y tengo aquella sensación de estar un poco cercenado y me pregunto: ¿Cuántos brazos tiene el alma?
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