Del optimismo al desencanto
Hacia fines del siglo XX, América Latina presumía con optimismo la ola democrática que cubría territorios y esperanzas. No se advertían en el horizonte ni el “peligro” comunista ni el asomo de dictaduras promovidas y movidas por y desde el poder. Apagada la guerra fría, se abría paso la democracia liberal y representativa.
No tuvo que pasar mucho tiempo; a 23 años de iniciado el siglo XXI, las democracias dan signos ominosos de fatiga, cuando no de verdadero desfondo, confirmando, una vez más, que el camino hacia la modernidad no es, nunca lo ha sido, un camino indoloro y recto.
Una suerte de incapacidad política para reconsiderar y corregir corroe todo el aparato del Estado y ahora asedia con intrigante furia a sus órganos representativos y pone sitio al Poder Judicial.
Las reformas de fin del siglo XX e inicios del actual se propusieron derrumbar bases de sustentación de viejos poderes, prometieron libertades y una inclusión a los beneficios que, se argumentaba, ofrecía la globalización del mercado. Una economía próspera con libertad parecía ser la fórmula que llegaría junto con la democracia.
No resultó así. Ni prosperidad económica para todos ni democracia de calidad; más bien se fue “normalizando” una democracia estructuralmente frágil. Las sumas no dieron los resultados esperados y hoy privan el desencanto, la desesperanza, gran desilusión. Las reglas y acuerdos democráticos son cuestionados, atacados “desde adentro”, por así decir, justamente por quienes tienen la obligación constitucional de respetar leyes y normas.
Un breve repaso a varios países de nuestro continente nos revela sociedades inestables, esencialmente desiguales, empobrecidas y caóticamente confusas. Ahí están, como ejemplo, el terrible caso en el que se encuentra el presidente Petro en Colombia y las mil y una argucias para socavar un día sí y otro también a Boric y su coalición en un Chile que todavía no alcanza a vislumbrar aquellas amplias avenidas queridas del presidente Salvador Allende.
Las salidas no se alcanzan a ver por ninguna parte, pero no deja de hablarse y festinarse el fin de la “marea rosa” del progresismo. Esa es la realidad de la democracia que impera y de la que no somos ajenos. Recomendaciones, acusaciones, litigios sin fin y bravatas interminables. Mientras, lo constatamos a diario, avanza con permiso y sin él, imparable, el crimen organizado que despliega todas sus modalidades de extorsión, terror, sadismo.
Más nos vale asumirlo: se anidan y salen de sus madrigueras pulsiones y tentaciones autoritarias; los fueros de quienes se ostentan como caudillos o conductores iluminados de masas y naciones, ayer sujetos a contenciones varias por las instituciones y procedimientos democráticos y una opinión pública cada día más madura, vuelven a gobernar talantes, vidas y haciendas. Ya sólo faltan los bandidos de Río Frío.
Se trata de desajustes mayúsculos en el carácter y las relaciones sociales profundas, más allá de la economía de subsistencia que priva en amplias capas y regiones del país. Implacables, estos desarreglos se reproducen en medio de crecientes violencias y desintegración social, condiciones ajenas y contrarias si de lo que se trata es de (re)encauzar la arquitectura de las democracias modernas.
¿No sería conveniente hacer un alto en el camino, repensar la calidad de nuestra política y ser capaces de trazar, mediante el diálogo plural, una vía que nos pueda asegurar la gobernabilidad y formas civilizadas de resolver los conflictos?
¿Será mucho pedir al México político que asuma como tarea principal la revisión y el debate de los grandes problemas que oprimen la realización de una auténtica justicia social, como la educación, la salud, el desarrollo sustentable en el mundo globalizado, el régimen de derecho procurando concretar planteamientos en compromisos creíbles para la elaboración de políticas públicas que sirvan al desarrollo social de México?
Preguntas ilusas, tal vez, pero indispensables para volver a soñar con un México menos injusto y más democrático. No son preguntas al viento, sino al corazón de lo que nos quede de democracia.