Consulados, básicos en la política exterior mexicana
En el verano de 1998 experimenté el apoyo de un consulado en Estados Unidos en una situación de acoso. Dirigía una encuesta en Douglas, Arizona, colindante con la fronteriza Agua Prieta, cuando algunos malintencionados intentaron bloquearme. Había pasado niñez y adolescencia en Agua Prieta, visitando continuamente la ciudad de Douglas, por lo que no me sentía extraño en esa frontera arizonense. Sólo hasta que me abordaron algunos tipos indicándome que debía pasar a la cámara de comercio a pedir permiso para continuar mis trabajos, y que un patrullero me pidió que le explicara qué hacía, fue cuando me di cuenta de que el equipo de encuestadores había logrado llamar la atención.
Sentí que la encuesta podía fracasar, por lo que me puse en contacto con el consulado mexicano dirigido por Ecce Iei Mendoza. Escuchó atentamente mis preocupaciones y en un momento de la entrevista dijo: “Vamos a buscar a esos que te están molestando”. Ahí tuve que calmarlo, prometiéndole que si volvían a importunarme, lo buscaría nuevamente.
Le dejé una copia del cuestionario, pero desde ese momento tuve la certeza de que terminaría mi trabajo exitosamente.
Recurro a esta anécdota para ilustrar la importancia de contar con apoyo consular ante situaciones de amago en el extranjero.
Por eso me parece un acierto la instrucción de la presidenta Claudia Sheinbaum de revisar el funcionamiento de los consulados de México en Estados Unidos con el objetivo de coordinar de mejor manera el servicio y protección de los mexicanos residentes en ese país.
Esta fue materia de poca atención en el sexenio de López Obrador, pues lidió con la pandemia que casi inmovilizó al mundo, alterando el funcionamiento no sólo de las representaciones mexicanas en Estados Unidos, sino en el planeta entero.
Ahora, las amenazas de Donald Trump ponen en tensión al cuerpo diplomático en EU para enfrentar este nuevo desafío.
Lo cierto es que la atención a los mexicanos que laboran en el extranjero estuvo en la preocupación de los primeros gobiernos de la Revolución Mexicana.
En el artículo 123 de la Constitución de 1917, aún bajo condiciones de división faccionaria, los legisladores incluyeron las condiciones bajo las cuales los mexicanos debían firmar contrato con empresario extranjero, bajo la supervisión de la autoridad municipal y el visado del cónsul mexicano del lugar donde iría el trabajador. Se especificaba que los gastos de retorno correrían a cargo del patrón contratante. Pero pasó buen tiempo para que la protección de ciudadanos mexicanos se profesionalizara con programas específicos de servicio por la Secretaría de Relaciones Exteriores. A la par también creció la población migrante en Estados Unidos, hasta alcanzar 12 millones de mexicanos, de los cuales hay poco más de 4 millones indocumentados. En un magnífico ensayo de Karla Angélica Valenzuela, publicado por Interdisciplina (UNAM, 2019), consigna la progresión de los programas de protección de connacionales en el extranjero hasta concebirlos como instrumentos de protección social que tienen el propósito de empoderar a las comunidades, pues, si bien antes se trataba meramente de servicios legales, ahora los consulados despliegan programas de alfabetización, de salud e integración de las comunidades en el entorno de anglos y otros grupos étnicos.
En otra parte de su trabajo, de pasada Karla Angélica entró a un tema que hoy es necesario revisar, respecto a los temores en los años 80 de que la ley Simpson Rodino de 1989, que legalizó a millones de mexicanos, pudiera llevar a la pérdida de identidad de la segunda generación de esos regularizados, asimilándose a la cultura anglosajona, lo cual los alienaría de las costumbres y tradiciones mexicanas.
La reciente experiencia de los votantes latinos que incrementaron su voto a favor de los republicanos, entre los cuales hubo buen porcentaje de mexicanos, habla de que en ese conjunto de migrantes no pesaron las amenazas ni las ofensas de Trump, pero sobre todo denota la ausencia de organizaciones y cuadros políticos con claridad suficiente para defender los intereses del conjunto latino. Con esa realidad tendrá que lidiar la defensa de migrantes. En contra, la rigidez de la escuela de la diplomacia mexicana en los últimos 40 años, despojó a sus cuadros de cualquier voluntad proactiva, necesaria para entrar en la dinámica de los retos que anuncia el sistema estadunidense.
Pero la realidad es más caraja de lo que aparenta: si Estados Unidos y Europa intensifican los ataques contra Rusia y probablemente China, el poderío estadunidense estará muy ocupado para emprender una deportación como la que imagina Trump, y aparecerá otra vez el complejo fenómeno migratorio de 1951 escenificado durante la guerra contra Corea; mientras había deportación, al mismo tiempo se activaron contrataciones de la fuerza de trabajo mexicana para suplir los puestos necesarios para su economía. Paradójico, pero parecería que ese es nuestro chance.
*Profesor de El Colegio de Sonora