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Cultura

Susana Alexander, maestra en la escena

Por: Elena Poniatowska / La Jornada

Susana, te conocí con tu mamá, Brígida Alexander, quien te tenía muy dominada; era muy fuerte, muy decidida. Creo que son cualidades que heredaste, te lanzas como ella a los océanos, no importa el peligro; así fueron también tus hermanos, Didier, el físico… qué familia admirable la tuya, la que te dio a luz y la que tú formaste con Julián Zugazagoita, padre de tus hijos.

–Me gusta recordar a Brígida contigo, Elena, aunque también de ella aprendí lo que no quería hacer. Fue un ser profundamente inseguro. Ahora, a mi edad, si veo a una gente insegura, me doy la media vuelta porque sé que me va a causar muchos problemas. Mi mamá era muy insegura; sin embargo, vencía sus temores. Nos llamaba para consultarnos y quería que aprobáramos, costara lo que costara, algo que ya había decidido. Yo no quise eso para mí. No soy insegura como persona ni como actriz, mucho menos como directora.

–Creo, Susana, que somos unos animalitos inseguros y nos cuesta trabajo creer en nosotros mismos…

–Mi padre fue un gran ingeniero electrónico, el jefe técnico de la RCA Víctor, y nos llenó la casa de discos, porque con él comenzó a salir el nuevo disco de acetato negro y él demostraba que no se rompía…

–Ese disco irrompible fue una de las grandes innovaciones de RCA Víctor.

–En casa teníamos también televisión, porque RCA Víctor fue la primera en sacarla en México. Mi mamá fue la primera productora de televisión en México, porque Rómulo O’Farril la mandó a estudiar producción a Nueva Orleáns, ya que sabía hablar inglés. Regresó a entrenar a un grupo de técnicos para producir y dirigir televisión. Mi papá hacía las televisiones y mi mamá era productora de televisión.

Cuando mi papá murió yo tenía ocho años y medio; ahí se me acabó el mundo, porque perdí toda mi seguridad. Yo era muy importante para mi papá, quien ya tenía dos hijos varones en Alemania con otra mujer, de la que se divorció. Mi hermano mayor, Didier, resultó superinteligente y supergenial. Luego, mis padres tuvieron gemelos: Beto, el físico, y yo, actriz. Soy la única mujer de la familia Alexander.

–¿Quisiste vivir pegada a tu gemelo Beto?

–No, no. Teníamos una bonita relación, sobre todo al final. Él murió en mi casa, en la parte baja de Las Águilas. Ese departamento me lo heredó mi mamá para que yo tuviera una rentita. Antes viví en la calle de Juan de la Barrera, pero ahora paso mucho tiempo con mis perros en mi casa de Tlayacapan, Morelos, y en México vivo en el departamento que me heredó mi mamá, que es glorioso y agradezco; soy muy feliz en él y también en la belleza de mi jardín en Morelos, que muchos artistas han escogido.

–Recuerdo cómo amas a los perros.

–Siempre tuvimos animales; mi mamá era de perros y gatos, se los regalaban. Cuando me casé tuve una pastor alemán, cuya muerte lloré amargamente, luego un cocker spaniel, muy feliz, porque teníamos un patio grande. Me costó mucho vender la casa de Juan Escutia, porque ahí vivimos 32 años. Llegué de 28 años y salí de 62.

–Me llena de admiración que hables un inglés extraordinario y digas a Shakespeare como nadie en México. ¿Cómo es posible?

–De niña estudié con puros españoles. Mi primera escuela fue México y España, en la calle Bajío; pasé un año en el Westminster School, en preprimaria; de ahí me fui al colegio Madrid, hasta la secundaria. Luego peregriné por diferentes escuelas hasta que terminé en la Academia Hispano-mexicana, donde conocí a mi marido Julián Zugazagoitia, padre de mis dos hijos. Daba matemáticas y me enamoré del maestro, aunque las matemáticas no se me dan, pero el sí se me dio, el sí, ese sí. Estuvimos casados nueve años y seguimos siendo muy amigos; Julián comió en la casa y lo acompañé hasta el último día de su vida, porque después del divorcio, Julián siguió comiendo diario en la casa y todos los años le celebré su cumpleaños. Zugazagoitia tenía muy buena recepción, mucho cariño, y lo adoraban sus alumnos. Papito, como le decíamos, daba clases en el Politécnico, en la Anáhuac, en el Mexico City School, mientras, yo empecé a ser actriz. Mi hija Tatiana heredó eso de su papá. Bailarina y coreógrafa, da clases de danza, de movimiento corporal, y la adoran sus alumnos, un don que heredó de Papito. Mi hijo Julián vive en Kansas City, es director de un museo muy importante, el Nelson Atkins, enciclopédico que tiene desde arte contemporáneo hasta una momia egipcia, y un Caravaggio, del que está muy orgulloso. Entre los 50 personajes más ilustres de Kansas está Julián Zugazagoitia, mi hijo. A mi Tatiana le dieron un reconocimiento en Mérida, Yucatán, por toda la labor que hizo en música y danza en su estudio, al que llama Fuera de Centro, porque fuera de centro en ballet significa que no estás alineada correctamente. Tatiana colabora con la Universidad de Artes de Yucatán, y enseña cómo se debe estudiar el arte y la escenificación de la danza. Mis hijos son muy propositivos, dan mucho de sí mismos.

–Como tú hiciste desde niña…

–También yo empecé muy pronto, porque Brígida, mi mamá, producía y dirigía televisión, y cada vez que necesitaban una niña, ahí estaba yo. Actúo desde los siete años, primero en el Liceo y, luego en el Mexico City School, porque gané el estelar de La zapatera prodigiosa. Comencé a hacer televisión muy niña, aunque me sentía fea, a pesar de ser bonita. Me dieron todos los papeles de mala, porque siempre estaba enojada, debido a que murió mi papá.

“Mi mamá se volvió a enamorar, y yo no quería nada a ese señor, un actor, Antonio Passy, un hombre muy loquito que acabó en el manicomio en España. Mi mamá se llevó muy bien con los locos. Una de las cosas que aprendí gracias a ella es a no quererlos, prefiero a la gente cuerda.

“Soy un ser muy afortunado, ya que a los 28 años decidí producir mis propias cosas en televisión y cine, y me juré a mí misma convertirme en la primera actriz de este país, pagándome sola mi carrera. El dinero ganado en la televisión lo metí en obras que escogí, y se corrió la voz: ‘Una producción o una obra de Susana es siempre buena’. Conseguí lo que quería e hice obras maravillosas, como Las cuatro estaciones, de Arnold West, en 1981, en el teatro Granero. En El primero, en 1977, actué, dirigí y produje, lo mismo que en Punto y coma. Muchas otras obras que yo compraba, porque me gustaban tanto su propuesta como sus diálogos, y las hice. Soy un ser afortunado, no me he quedado con ganas de hacer nada. Ahora que llego a mis 80 años, haciendo mi recapitulación de todo, no tengo antojo de nada, estoy muy contenta, muy satisfecha, mis 14 perros me acompañan en la casa de Tlayacapan, aquí en México sólo tengo una perrita. No soy un ser que se queda con una frustración, como tantos que conozco. Soy muy bendecida, bendecida, con dos hijos extraordinarios, con cuatro nietos extraordinarios, con el reconocimiento de la gente y con muy buenos amigos; no tengo pleito con nadie. Mi relación conflictiva fue con mi mamá, muere ella y yo me convierto en un ser de paz; a los 52 años, comienzo a vivir diferente, muy bien. Soy un ser que llega a los 80 con gran tranquilidad, con gran paz, cayéndome bien.

“Ya no quiero hacer muchas cosas, y eso me sorprende; me topo con eso que digo, ya no quiero actuar. Voy a hacer la última obra porque me interesa lo que dice, porque parece que la escribí yo y quiero dar voz a todas las señoras y señores; cuando veas la obra lo entenderás, se llama La velocidad del otoño. Los hijos creen que nosotros somos niñitos y ellos son nuestros papás; ¡no!, nosotros somos los papás todavía, hasta el día de nuestra muerte, y uno tiene derecho a decidir dónde y cómo quiere morir, que nos entiendan… un poco de respeto por la gente mayor. Llego a los 80 años y me doy cuenta de que estoy muy cerca de la muerte. No le tengo miedo, pero quiero aprovechar este tiempo de vida maravilloso, donde estoy tan a gusto y haciendo las cosas que quiero. Económicamente, no soy muy solvente; entonces, tengo que trabajar todavía para poder vivir. Lo que más me gusta es cuando me contratan con mis espectáculos unipersonales para alguna feria del libro o convención: voy, actúo; me tratan requetebien.

“Tengo siete espectáculos unipersonales de poesía y cuento. Las mujeres no tenemos llenadero, en el que platico con la gente. En Aquí estoy, amor, digo poesía de amor y desamor. A mí la muerte me pela los dientes es un espectáculo que va desde Santa Teresa de Jesús a coplas y hasta unos espléndidos corridos mexicanos. Es un espectáculo padrísimo; me encanta hacerlo. Hoy Dios ha puesto el sol en tu ventana es otro que fascina a jóvenes y viejos.”

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