Identidad, lenguaje y poesía: William Carlos Williams
Muy en contraste con la tradición poética iniciada por T.S. Eliot en la cultura occidental, se encuentra la obra y la visión del poeta estadunidense William Carlos Williams (1883-1963). Este ensayo muestra con claridad la importancia de su poesía llena de las resonancias más profundas y naturales del inglés de su país, con lo cual cambió su literatura.
En México se piensa que la cultura, el arte y sobre todo la poesía, conciernen exclusivamente a la sensibilidad y a las ideas que expresan ciertas personalidades: poetas, periodistas, funcionarios o intelectuales. Al menos eso se infiere de lo que publican, a veces con ligeros matices, la mayoría de revistas y suplementos culturales. No es de extrañar, entonces, que a una obra como la de William Carlos Williams se le haya hecho un “curioso” vacío, o que los ensayos que le han dedicado tiendan a menospreciar su obra, argumentando, grosso modo, que sus poemas y estudios fueron escritos por un hombre que, como dice Octavio Paz en su ensayo “La flor saxífraga” (El Colegio Nacional/Ediciones Era, 2008) “prefirió enterrarse” en la pequeña ciudad de Paterson, New Jersey, antes que “desterrarse” como T.S. Eliot y Ezra Pound en Europa.
Hace algunos años, en un texto titulado “Eliot hipnótico”, José María Espinasa se interrogaba, de manera inteligente y honesta, por qué en México la influencia de T.S. Eliot ha sido tan irrebatible. Para explicar la extraordinaria fascinación, José María recurrió a la palabra “hipnosis”, apuntando que ya habría “tiempo de madurar la reflexión que nos permitiría descubrir por qué la presencia de Eliot ha sido tan subrayada en nosotros”. En ese sentido, haré algunas reflexiones para tratar de exponer el origen de tan inevitable influencia. Comencemos por explorar la palabra “hipnosis”; el diccionario dice: “sueño pasivo e inducido artificialmente mediante sugestión”. Ahora, por libre asociación, analicemos el vocablo “canon”, concepto que –entre otras cosas– significa imposición, es decir, aquello que institucionaliza y fija normas. Es probable que desde hace décadas ocurriera un extraño fenómeno en el inconsciente –incluso en la conciencia–, es decir, en la inteligencia, gusto y sensibilidad personal, pero también colectiva, de quienes en México leen, disfrutan, critican y/o escriben poesía. Es preciso recordar que Eliot fue un formidable ensayista. En The Egoist, la publicación cultural más prestigiosa de Inglaterra de la segunda década del siglo XX, se ocupó de difundir sus brillantes ideas, lo que le valió ser considerado como el crítico más importante de su generación. Como su nueva forma de escribir poesía incorporaba innumerables temas, particularmente de historia universal y filosofía, terminó por integrar una concepción personal de la cultura mundial; eso sí, cuidando que la crítica no debatiera sus procedimientos y hallazgos. Con esas operaciones estéticas y lingüísticas, pero también políticas, el hombre que nació en San Luis Misuri el 26 de septiembre de 1888 –estrenando nacionalidad inglesa y desde su residencia en Londres–, logró que distintas tradiciones poéticas se plegaran a su modelo, haciendo que Estados Unidos –y buena parte del mundo occidental– aceptaran una concepción poética de claro signo europeo. En otras palabras, se trató de cierta manera de componer versos y crear ritmos con los que generó una consensuada “música hipnótica”. En los poemas Tierra baldía y Cuatro cuartetos, Eliot incorporó datos y reflexiones que, al mismo tiempo que recuperaba ciertas mitologías, citaba a filósofos y poetas europeos para crear una visión ilustrada, pero también elitista. Si bien con ello cuestionó los estragos producidos por la modernidad, sutilmente destiló sus más íntimas concepciones conservadoras. Su famosa frase: “yo que era clásico en literatura, monárquico en política y anglocatólico en religión”, nos permite contemplar el genuino autorretrato hablado de un gran poeta. En suma, el estilo “hipnótico” del Eliot se fundamenta, sobre todo, en la experimentación con los versos isabelinos del siglo XVI, en la poseía dramática, en un filón de humor “a la inglesa” y, finalmente, en una intensa concepción religiosa. Este ensamble terminó por imponerse como norma y criterio de inteligencia, creatividad y buen gusto, entre los poetas académicos y en numerosos intelectuales de Occidente. En México, como en todo el mundo, hubo –y hay– brillantes excepciones a esas reglas.
La victoria del antiestablishment
Por la misma época, William Carlos Williams comprendió que los poemas escritos por Eliot tenían poco que ver con el inglés que se hablaba en Estados Unidos. Entonces comenzó a escribir los poemas y ensayos que habrían de poner un límite a la visión neocolonialista de Eliot. Sin embargo, poner en cuestionamiento los procedimientos poéticos e ideológicos del poeta le valió ser proscrito y calificado por su compatriota, el influyente poeta cosmopolita Wallace Stevens, de “antipoeta” y “flagelo”. En efecto, Williams comenzó a ser una voz crítica, aunque casi invisible, para el “establishment” cultural de Estados Unidos. Sin embargo, sus reflexiones sobre la poesía lo condujeron a descubrir en la pequeña ciudad de Paterson el espacio real, imaginario y simbólico donde encontró el sentido y el ritmo original del habla estadunidense. Muy pronto, desde Paterson, la ciudad en la que un día decidió quedarse a vivir, Williams cambió para siempre el rumbo de la poesía en su país; poesía que lentamente dejó de ser propiedad exclusiva de poetas cosmopolitas.
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En Peregrina y extranjera, escribe Margaritte Yourcenar: “Hay victorias y una vuelta de rueda las transforma en derrotas; hay derrotas y la justicia divina les devuelve, a la larga, su faz de victorias.” Después de ser excluido de los espacios intelectuales de Estados Unidos, gradualmente Williams comenzó a ser reconocido por los nuevos lectores y poetas que surgieron en la Unión Americana. El doctor que desafió, y a la larga venció, a T.S. Eliot y a Ezra Pound, había recuperado y transformado la tradición poética estadunidense. Precisamente, y tal vez pensando en hacerle justicia, en una frase afortunada, Octavio Paz expresó que Williams fue “el autor de los poemas más vivos de la poesía norteamericana”. Tuvo razón. Williams, aunque era un hombre culto, no fue un intelectual. Sus poemas hacen caso omiso del verso medido y del verso libre –o más o menos libre– del que habló Eliot; porque sus versos, más atentos a la respiración y al tiempo que a contar sílabas, fluyen con gran naturalidad. Sus estructuras musicales, que frecuentemente abren espacios para la improvisación, están vivamente relacionadas con el jazz. La lucha entre Eliot y Williams, es cierto, fue estética y conceptual; sin embargo, vista a distancia, también estableció una polémica que tenía que ver con la inteligencia, en un sentido estratégico, y, por lo tanto, con lo social y lo político. Para Williams, la poesía pasaba por la historia de Estados Unidos, historia que se condensaba en la ciudad de Paterson, en los personajes –y visitantes–, vivos y “muertos”, que transitaban por sus calles, parques, bares y hospitales, pero donde también recuperó y reinventó el contenido y estilo de sus precursores: Walt Whitman, Emily Dickinson, E.A. Poe, Ralph Waldo Emerson y Henry David Thoreau.
Por otro lado, al abordar con Williams el tema de los orígenes históricos y sociales, Paz escribe en “La flor saxífraga”: “A nosotros (los mexicanos) no asfixia la profusión de raíces y de pasados.” Esta expresión de agobio planteaba dos interrogantes cruciales: en primer lugar, el tema de nuestras raíces; seguramente Paz se refería a la persistencia de las culturas precolombinas y de los múltiples mestizajes. Por otra, al problema del tiempo, de los múltiples tiempos; tema que, me parece, continúa siendo de enorme importancia, sobre todo considerando que desde hace décadas las literaturas de los pueblos originarios han despertado. No es casual: las lenguas originarias, como los xólotl-escuincles, permanecieron ocultas ante la violencia ejercida en su contra, desde La Conquista hasta los múltiples presentes de nuestro complejo “tiempo mexicano”. Como en Estados Unidos, la batalla por dar a conocer las ideas, los ritmos y las distintas formas de expresión en México, es de larga data. Siempre han existido obras importantes, y tentativas de diverso tipo, que buscan dar visibilidad a lo que podríamos definir como nuestro heterogéneo, y hasta contradictorio, idioma español. Por ejemplo, en Pedro Páramo y El Llano en llamas, obras clásicas de Juan Rulfo, que recuperan y transforman poéticamente el habla de los campesinos de Jalisco y Colima. Juan Bañuelos también desarrolló experiencias notables que tienen como base las lenguas originarias, por ejemplo, en su libro El traje que vestí mañana. En esta publicación, al recuperar un verso de César Vallejo, reconociéndolo como su gran precursor, el poeta chiapaneco explica que el poeta peruano “supo escuchar cómo los indígenas adoptaron el español, pero, sobre todo, cómo lo adoptaron de acuerdo a su sentido del tiempo y del espacio.” Formidable experiencia para los escritores de la Mesoamérica contemporánea, de poetas y narradores que han construido verdaderas galaxias a partir de sus lenguas originarias. Poetas como Miguel León Portilla, Natalio Hernández, Macario Matus, Hubert Matiúwaà, Briceida Cuevas Cob, Esteban Ríos, Irma Pineda, Natalia Toledo o Martín Tonalmeyotl, al traducir sus poemas al español aportan expresiones, filosofía y conocimientos inéditos a nuestra lengua. También pienso en poemas como Los hombres del alba o Juárez Loreto, de Efraín Huerta, tan cercanos al sistema de Williams. En este sentido, los escritores que han abierto de manera evidente su inteligencia y sensibilidad, pero sobre todo su oído, a la formidable diversidad de voces en México, son numerosos. Por falta de espacio sólo menciono a los siguientes autores: Ramón López Velarde, Alfonso Reyes, José Revueltas,
Carlos Monsiváis, José Rubén Romero, Juan Vicente Melo, Carlos Fuentes, Andrés Henestrosa, Gabriel López Chiñas, Carlos Pellicer, Guillermo Bonfil Batalla, Elena Garro, Carlos Castaneda, Agustín Monsreal, Carlos Montemayor, José Agustín, Parménides García Saldaña, Gustavo Sáinz, Paco Ignacio Taibo II, Elena Poniatowska, Jorge Ibargüengoitia, Guillermo Samperio, Luis Tovar, Víctor Cata, Jorge Moch, Lorel Manzano, Jorge Belarmino Fernández, Armando Ramírez… La lista es inmensa.
Dylan, Cohen y otros poetas: un viaje en autobús por Paterson
“El idioma norteamericano no era realmente inglés.” Con esta sorprendente frase, Williams dio inicio a la aventura poética más importante de la historia moderna de Estados Unidos. Mediante un procedimiento inédito, próximo al psicoanálisis, al escuchar –con infinita atención– las expresiones cotidianas de la gente, el poeta descubrió el sentido profundo de su lengua, recuperando el ritmo y la esencia de la poesía como máxima expresión de su idioma, es decir, de la cultura. Al hacerlo, la lengua recuperó no sólo imágenes y ritmos perdidos, sino un gran espectro de la inteligencia de su país. Esa es la razón por la que la influencia de Williams tiene alcances insospechados. No sólo está presente en la obra de Allen Ginsberg, Gary Snyder, Jack Kerouac, William Burroughs y Charles Bukowsky; el doctor que nació en Rutherford, Nueva Jersey, el 17 de septiembre de 1883, influyó en el spoken word de poetas como Leonard Cohen, Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2011, o en Bob Dylan, Premio Nobel de Literatura en 2016. Su influencia también es evidente en escritores como Raymond Carver, autor del relato: “De qué hablamos cuando hablamos de amor”, historia que sirvió como base para el argumento del filme Birdman, de Alejandro González Iñárritu. También es la fuente poética y conceptual de Paterson (2016), película en la que Jim Jarmush puso en movimiento el universo poético de Williams. Esta cinta muestra –a la manera en que lo hacen algunos escritores en lenguas originarias– el sistema empleado por Williams en el proceso de construcción de una poética. Paterson articula los temas más caros para Williams: el amor y el tiempo, la historia de su comunidad y la de su país, las expresiones cotidianas de la gente, relacionadas aquí también con Emily Dickinson, Ginsberg y Burroughs, pero, sobre todo, con la idea axial de que la poesía es un universo en construcción permanente, donde interactúan la historia, la comunidad y el poeta. En el caso de este filme, el poeta, protagonizado por Adam Driver, es un sensible operador de autobuses urbanos. Paterson es una cinta inolvidable que demuestra que la poesía no es propiedad privada de nadie. Ejemplo de ello es el mismo Williams, quien trabajó de día como doctor, asistiendo a más de dos mil nacimientos, mientras escribía ensayos y poemas por la noche.
Finalmente, apunto algunos datos de la importancia que jugó el español que se habla en Latinoamérica en la poesía y la cultura de Williams: habló español, como idioma principal, hasta la adolescencia. Su madre era puertorriqueña y su padre vivió desde los cinco y hasta los treinta y un años en República Dominicana. Tradujo poemas de José Asunción Silva, Octavio Paz, Pablo Neruda, Alí Chumacero, Nicanor Parra, Silvina Ocampo, así como poemas de su propia madre, Raquel Hélène Rose Hoheb.