El libertario Godard, más allá de la ‘nouvelle vague’
Ciudad de México, 1 de octubre.- 131 películas, seis libros, cincuenta artículos y su nombre como sinónimo del cine en la segunda mitad del siglo XX y las dos primeras décadas del XXI, Jean-Luc Godard (1930-2022) participó, junto con François Truffaut, entre otros, en la transformación del cine de su tiempo.
Para reinventar uno de los grandes mitos criminales de la Gran Depresión estadunidense como la pareja de forajidos Bonnie Parker y Clyde Barrow, en pleno destape sexual y psicodélico de los sesenta, y provocar una puesta al día en lo social, la encargada de relaciones públicas de la Oficina de Cine Francés en Nueva York, Helen Scott, pensó en el ganador de la Palma de Oro en Cannes por Los 400 golpes (Les quatre cent coups, 1959) y parte fundacional de ese grupo de enfant terribles franceses que era la Nouvelle Vague, François Truffaut.
Así, le envió el provocador argumento de Eleanor Wright-Jones, escrito por un par de editores de la revista Esquire, David Newman y Robert Benton –que desarrollarían una notable trayectoria en la industria–, en el que la atractiva jovencita resulta mucho más agresiva y ardiente que el exconvicto, además de carecer de cualquier atisbo ético, más allá de (sobre)vivir el día a día.
Concentrado como estaba en el montaje de La piel suave (La peau douce, 1964) y en la redacción de su libro de conversaciones, El cine según Hitchcock (1966), Truffaut le pasó la estafeta a su amigo y colega, el franco-suizo Jean-Luc Godard, nacido curiosamente el mismo año de los escarceos de la pareja texana. Le parecía perfecto para el proyecto dada su rapidez para hacer cine, su inglés fluido y porque sería capaz de lograr un Sin aliento (À bout de soufflé, 1960) en Estados Unidos.
Pero cuando los guionistas y productores discutieron con Godard las fechas y locaciones de filmación –querían hacerlo en Texas, en el verano de ese 1964, y el francés en Nueva Jersey en el invierno siguiente–, el realizador abandonó la junta, exasperado por discutir el clima y no el cine.
Al final, en París, Truffaut le comentaría el proyecto a la estrella Warren Beatty –que buscaba protagonizar su Farenheit 451 (1966)–, quien acabaría adquiriendo y produciendo el guión con dirección de Arthur Penn y junto a Faye Dunaway. Un éxito rotundo que inició el Nuevo Hollywood, una renovación de la industria con innegable influencia de la ola francesa.
Tajante, radical y obsesivo, Godard habría de retomar, para su siguiente proyecto, al actor y cantante Eddie Constantine en su personaje emblemático del detective del FBI, Lemmy Caution –a partir de las novelas del inglés Peter Cheyney–, del que había rodado siete películas de bajo presupuesto y muy populares. Empleando gabardinas, sombreros fedora, cigarrillo en el labio y revólveres clásicos del film noir en lugar de escafandras, naves galácticas o pistolas láser, la película futurista y que ocurre en otra galaxia, Alphaville (1965), mostrará una lucha entre lo humano, irracional y poético, en una misión para destruir la impecable lógica científica e ingenieril de la computadora Alpha 60 y a su creador, Von Braun o profesor Leonard Nosferatu (Howard Vernon), y salvar a los pocos humanos que preservan sus emociones.
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El planeta será, en realidad, un París luminoso, con luces de neón, elevadores, albercas y edificios impersonales, donde el agente secreto 003, proveniente de la Tierra, habrá de triunfar, y donde Dick Tracy y Flash Gordon encontraron la muerte: además de destruir esta desalmada (y desangelada) nueva forma de vida social, encontrará el amor con Natacha, la hija del villano (Ana Karina, musa y esposa de Godard).
Mutación y renovación
Pero desarmar y rearmar los géneros populares de la cinematografía clásica, reinventar personajes y géneros de los años treinta o cuarenta, una vez que Europa sobrevivió a los estragos de la segunda guerra mundial, requería de un amplio conocimiento que sólo podía adquirirse como un asiduo a las salas. Ahí se aprendía el lenguaje del cine, lo mismo que estilos, corrientes y autores. La historia viva. Al comenzar a frecuentar la Cinemateca Francesa, fundada por Henry Langlois, así como otros cineclubes como el del Barrio Latino, donde Eric Rohmer era presentador, le haría mantener interminables charlas con otros asiduos, como Jacques Rivette, Claude Chabrol y, claro está, Truffaut, mismas que derivaron en el ejercicio formal de la teoría y la crítica cinematográfica, además de la escritura de guión. Porque la escritura es la base del cine, así sea destinada a una revista propia y efímera como la Gazette du Cinéma o, invitados por André Bazin, en una publicación tan influyente como inflexible para con la cinematografía local como fue Cahiers du Cinéma.
Este grupo reivindicó a los directores hollywoodenses que lograban dejar una impronta personalísima en el star system hollywoodense, dominado por el poder y las finanzas de los productores y las grandes compañías más que en los rostros hermoseados de sus figuras: John Ford, Alfred Hitchcock, Howard Hawks, Otto Preminger o Raoul Walsh eran los verdaderos creadores del cine. La teoría del autor habría de crearse e imponerse desde aquellas páginas y les permitiría metamorfosearse, ellos mismos, en realizadores.
Lo cinematográfico era el centro de una revolución y les hizo colgarse del telón para impedir la proyección de Peppermint Frappé (1968), del español Carlos Saura, y parar en seco la 21ª edición del Festival de Cine de Cannes, en solidaridad, a propuesta de Godard, con los obreros, estudiantes y demás ciudadanos que declararon una huelga general contra el capitalismo y “pusieron la cara” cuando fueron repelidos con violencia por el Estado en aquel Mayo Francés del revolucionario 1968. El cine no podía quedarse atrás de su propia sociedad, aislado en una burbuja, entre el oropel y la alfombra roja, pensaba, casi gritaba, un enardecido Jean-Luc.
Al año siguiente, este grupo de cineastas rebeldes crearía la Quincena de Realizadores, una selección competitiva paralela que reabrió el telón pero a un cine más vanguardista, personal , y arriesgado. Al festival no le quedaría sino anunciarlo como parte de sus actividades.
Cierto: la vertiginosa década de los sesenta que nos entregó el influyente y poderoso club de la Nouvelle Vague, cambió no sólo la forma de hacer, pensar y hasta de apreciar –e incluso lo contrario– la materia fílmica, no como una mera moda que se impondría durante algunos años. Seguirían creando, buscando, provocando, renovando la gramática cinematográfica.
Baste recordar la historia de la jovencita preñada y, a la vez, virgen, que habrá de aceptar dicha paradoja como un milagro similar al que buena parte de la humanidad judeocristiana se ha rendido, que es Yo te saludo, María (Je vous salue, Marie, 1984), criticada con fiereza por el papa Carol Wojtila al tocar el dogma mariano y “ofender lo sagrado”, que provocó manifestaciones en España y cuyo estreno en México ocurrió hasta 1990, gracias al circuito de exhibición de la Universidad Nacional.
Al superar el siglo y el gran recambio tecnológico de la convergencia digital, el gran monsieur G. aprovechó para mutar y renovar sus propuestas audiovisuales, en obras clave como Nuestra música (Notre musique, 2004), ensayo en el que cita, yuxtapone e intertextualiza imágenes sobre la violencia, la guerra, el imperialismo y lo colonial, en tres capítulos a la Divina comedia de Dante —dantescos, por lo demás. Un lustro más tarde, en Un filme socialista (Film socialismo, 2010), intercambiará escenas documentales con ficción, conversaciones disímbolas y polisémicas en un crucero, y registrará emblemáticos sitios turísticos con una discusión-juicio familiar sobre la proclama de la Revolución Francesa: Libertad, Igualdad, Fraternidad.
La siguiente década remataría con Adiós al lenguaje (Adieu au langage, 2014), un filme estereoscópico con imágenes en video desgastadas y de colores hípersaturados, junto con la historia de un par de amantes y un perro, para finalmente entregar otro collage frenético y desenfrenado, El libro de imágenes (Le livre d’image, 2018), en cinco capítulos como los dedos, condenados como estamos a pensar a partir de las manos con las que hacemos, manufacturamos, escribimos, cortamos, hilamos.
Con la sobreabundancia de 131 piezas fílmicas realizadas, seis libros escritos, medio centenar de artículos y la carga de su apellido como monumental sinonimia del cine en la segunda mitad del siglo XX y las dos primeras décadas del XXI, a sus noventa y un años a cuestas, Godard se declaró agotado hace pocos días y decidió, con toda la libertad que siempre se otorgó para sí, partir.