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Opinión

Cien días de Trump 2.0: una mirada atrás

Por: Maciek Wisniewski

A cien días de la nueva presidencia de Trump –el 45 y el 47 presidente de Estados Unidos y sólo el segundo en ganar dos mandatos no consecutivos después de Grover Cleveland (1885-1889 y 1893-1897)–, un punto en el que los comentaristas tradicionalmente se ponen a evaluar cada nueva administración, entre una avalancha de balances (n9.cl/xaaiy5n9.cl/uwarx, n9.cl/tamgqan9.cl/abk4v) que ante mucho caos, disrupción pero menos resultados reales –salvo la radicalización de la agenda migratoria reaccionaria y la “caza de brujas” neomacartista– dependen más de qué tanto uno toma en serio la propia retórica trumpista, tal vez una mirada analítica atrás a su primera presidencia sería útil para pensar en el presente.

En este sentido, el trabajo de Corey Robin, profesor de ciencia política en la Universidad de la Ciudad de Nueva York (CUNY), alumno del gran historiador marxista Arno J. Mayer (n9.cl/dnp2k), especialista en el movimiento conservador y autor, entre otros, de La mente reaccionaria: el conservadurismo desde Edmund Burke hasta Donald Trump (2011/2017)–libro que en buena medida “predijo a Trump” (n9.cl/860rz)–, constituye una interesante y sobria mirada.

Uno de los principales ejes de su análisis es el afán de pensar en la anatomía política de Trump como producto particular del conservadurismo estadunidense que “estaba destinado a producirlo”

En una explícita negativa a analizarlo mediante las comparaciones históricas al “fascismo” y contrario a muchos analistas conservadores-liberales que lo veían como “una aberración” −con tal de preservar la inocencia su propio campo−, para Robin, Trump desde los inicios ha representado “lo más exitoso de la política masiva de privilegios en Estados Unidos contemporáneo”, el meollo de toda la política conservadora, siendo a la vez una continuación e innovación de ella (n9.cl/lm1q8).

Si bien los conservadores, subraya Robin, siempre están interesados en “preservar” algo o regresar a los “viejos tiempos” –como Trump con su “MAGA” y el afán de retornar hoy a la “Edad Dorada” de William McKinley (1897-1901)–, su objetivo a menudo son también las propias élites “que se han vuelto demasiado cómodas con sus privilegios”, los sentimientos que Trump instrumentalizó a la perfección durante la campaña de 2024 contra la gerontocracia demócrata.

Por otro lado, lo que desde los inicios era nuevo en él, era su voluntad –al menos retóricamente–, de desafiar el fundamentalismo de mercado desde la derecha. “Por supuesto, no ha hecho nada sustancial respecto a esto, pero introdujo una retórica populista que no se ha visto en la derecha estadunidense desde hace un buen tiempo”, escribía Robin, algo que igualmente se observa en su segundo mandato.

Como “gran hombre de negocios”, el estatus sobre el cual desde los inicios ha capitalizado, exponiendo de paso involuntariamente esta tradición como fraude y engaño (n9.cl/xrk07), no sólo ha tenido la “osadía” de denunciar los estragos del “libre comercio” sobre los estadunidenses, sino la globalización –hoy en ocaso–, como “transa”, vista así siempre desde la izquierda. Sus aranceles han sido pensados explícitamente como una panacea a ella, pero de paso revelaron igual que Trump es incapaz de comprender los conceptos abstractos de la “economía” o los “mercados” que al final se rebelaron contra él y lo forzaron a dar marcha atrás (algo que, de paso, confirmó el análisis básico marxista acerca del Estado y quién realmente gobierna en él).

Por otro lado, la negativa de Robin de comparar a Trump con el “fascismo”, residía siempre en la llamada “cuestión de las instituciones”: mientras la narrativa dominante –tanto durante su primer mandato como ya durante el presente– es que el trumpismo “destruye las instituciones que son ‘buenas’ y hay que defenderlas a toda costa”, para Robin “las cosas peores y más terribles que ha hecho Estados Unidos casi nunca han sucedido a través de la destrucción de las instituciones, sino a través de ellas y mediante las propias prácticas y ‘principios políticos’ estadunidenses” (n9.cl/ g5o7e0).

Así, los problemas principales de la democracia en ese país tienen en sus ojos raíces estructurales en el orden constitucional anticuado y antidemocrático que privilegia el “gobierno de minoría” −la verdadera fuente del poder de los republicanos− y que, al no nutrirse tanto de la demagogia ni del populismo de masas, sino del “constitucionalismo faccioso”, es algo, en efecto, “casi todo lo contrario del fascismo” (n9.cl/vd9p4).

De allí que igualmente hablar hoy de una “crisis constitucional”, como subraya por ejemplo el jurista Samuel Moyn (n9.cl/8bj9b), es una manera de evitar de hablar de la política y la retórica de que las instituciones y/o las cortes “nos van a salvar” –el tipo de análisis que durante la primera presidencia de Trump fustigaba duramente también Robin (n9.cl/ij5jte)–, oscurece que han sido ellas y todo el orden constitucional vigente que en realidad facilitaron su auge.

Si bien queda claro que esta vez Trump llegó al poder con más experiencia, otro equipo y más determinación, el punto principal de Robin es que, a lo largo de su primer gobierno, no consolidó el control sobre el Estado ni estuvo particularmente interesado en ello (n9. cl/iraby), es digno de recordar. Hoy las iniciativas como DOGE son destructivas, pero no consolidadoras y −de modo sintomático−, Trump en sus primeros cien días no ha aprobado ninguna ley (sic), apoyándose sólo en las, fácilmente reversibles, órdenes ejecutivas, tal como lo hizo anteriormente. La mayoría de ellas, como bien apuntaba en su momento Robin, “eran tan retóricas como sus propios discursos” –como hoy una que… “puso fin” a los popotes de papel–, y que “en realidad no ordenaban ni ejecutaban ninguna gran cosa”.

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