El último lector | Exilio al interior del ángel
I
Del cantar de Homero
El personaje de Homero, nombre que en la lengua de Cima de Eolia significa “ciego”, carece de fundamento histórico al no existir datos precisos y confiables que testifiquen su existencia: “Heródoto, Padre de la Historia, dejó escrito que Homero había vivido cuatro siglos antes que él —nos dice Luis Santullano, en su bello prólogo a la Ilíada y la Odisea, en su clásica versión española—, lo que nos llevaría a situar la existencia del poeta en el siglo primero antes que Cristo; pero otras referencias dicen que escribió algunos de sus poemas en el siglo IX anterior a la era cristiana y en un puerto del Asia Menor, quizás Mileto, dejando allí, y más tarde en la Isla de Quíos, discípulos continuadores de su obra, los homéridas, que de algún modo intervinieron en la composición de los dos poemas, hoy admirados por el mundo entero”. Se dice también que el pretendido autor —a no dar por cierta su inexistencia—, en su “cantar de ciegos” (ir de pueblo en pueblo, ganándose la vida cantando y vociferando rapsodias admirables) fue recogiendo y recomponiendo el mito griego, ubicándolo admirablemente en el registro literario de la época. La “Odisea”, narrada con una sensibilidad extrema, es un bestiario de latitudes cósmicas, donde la fantasía toma los límites de lo onírico y lo planta con humana injerencia en la lúbrica realidad terrestre.
II
Exilio al interior del ángel
El suéter de colores tibios, el comensal en lo suyo —paladeando la sopa en el oráculo y su vórtice—, ese jarrón que huye de la orilla, la señora ensimismada, la carta, el magenta, la caligrafía; el cuadro que derrama el espíritu con su vino, la versión del Ser en la niña, la burbuja y la sonrisa; el libro que es la historia que lo habita, pero también memoria de vainas de vainilla…
El viaje azul a Grecia, la rosa en la alfombra persa, los túneles de fuego que deja el pensamiento en la libreta; la boina de los suburbios, el cometa visto desde la orquesta; el peso de la insignificancia que se da en la ausencia: la libélula y la iridiscencia, la miel de Auschwitz (pan de ángel, sueños y palabras judías rasguñadas en el muro de la prisión: “Si existe un Dios, él tendrá que rogarme a mí para que yo lo perdone”), el salmo del durazno en los pasos y en las maletas; la cortina de ternura, lo viviente de todo en las óperas del paladar, y también ese astro mínimo que es la consciencia en el solar del iris.
Las hojas que vienen del viento, la música en la nieve —el pentagrama cardinal de los sueños—; tu nombre que bautiza las noches de lluvia, el significado oculto de palabras que brotan a la sombra del llanto o que germinan a la luz del canto; la bufanda roja, el dije de hierba extraviado, el día siguiente reflejado en la madera, la menta de cera en la mano de lo antiguo, el violín sagrado, la travesía pospuesta; besos contados como versos, versos florecidos como cuerdas, cuerdas que ahora danzan como pájaros sin eje en el diamante de la mesa…
Como todo lo que es exilio, mi ángel lleva, muy adentro —similar a cualquier estrella—, su propio cielo.
III
Inmortalidad amniótica de la nada
Un gesto, hojas de laurel al viento —en la ceniza del verde, la cabellera en olas negras—; alrededor, circundado por los abismos, el Universo: conforme, encubierto de vasta indiferencia.
Ante los geómetras del pensamiento y los errabundos de las estrellas —Ulises de otras épocas—, el poeta libera el espíritu a la llama de la palabra y, poliédrico —como una epilepsia de luces—, se quiebra todo lo desierto… Entre las grietas emana la miel cordial de la Tierra: ¡Abrazados estallan los amantes! ¡Un gallo se despluma el hocico en Argos! ¡La panza de Sócrates corre desnuda! ¡El juicio avanza desarmado! ¡Una cabeza cercenada sonríe! ¡Se desintegran los papiros a la gloria de los dioses! ¡La rodilla se posa en la frente de las mareas celestes! ¡Lo mesiánico se vuelve alarido en los umbrales!
Solo el poeta, ánfora de insectos y moluscos, colmena de metáforas, escupe sus huesos a la boca del combate y, horror, destrucción, muerte, su afrenta es un campo de flores lácteas y transparentes. Al sembrar su libertad todopoderosa, un gesto, tinieblas que ahogan el movible silencio de los cabellos, se precipita en vórtice, se disuelve —infinita conjugación verbal sin tiempo, porque, como dice Celan, «quedan aún/ por entonar canciones más allá/ de los hombres»— en la inmortalidad amniótica de la nada…
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