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Opinión

¿Y ahora qué sigue?

Por: Mariana Bermúdez

Ante el panorama político y social que se ha conformado en las últimas semanas, es importante reflexionar de manera crítica los futuros posibles (o no) que vienen a raíz de estos cambios institucionales. Es cierto que teóricamente, en una democracia, el pueblo es quien decide cómo gobernarse y cómo se toman las decisiones, pues el gobierno es sólo una representación de los intereses del pueblo. Sin embargo, ¿qué tanto se garantiza el bien común cuando se va en detrimento de los derechos humanos? ¿Cómo se favorece un ambiente democrático cuando se están eliminando los contrapesos institucionales para la rendición de cuentas y transparencia del gobierno hacia el pueblo?

Para reflexionar sobre estas cuestiones, recordemos los principios zapatistas que nos han dado algunas claves sobre cómo sustentar un buen gobierno: obedecer y no mandar; representar y no suplantar; bajar y no subir; servir y no servirse; convencer y no vencer; construir y no destruir; proponer y no imponer procesos. Dentro de estas ideas podemos recuperar que las decisiones para promover condiciones de vida dignas deben estar centradas en las necesidades del pueblo, donde predomine la vocación del servicio a la comunidad y la visión de equilibrio e igualdad. También que las acciones deben encaminarse a la construcción de comunidad desde la solidaridad y por el bien común, donde se fomente el diálogo para la acción transformadora desde la colectividad y no mediante campañas políticas que impongan sus deseos. Es por ello, que resulta preocupante la actual reorganización de la (crisis de) institucionalidad en el país, pues si bien hacían falta configuraciones en amplio para que el sistema político mexicano protegiera los derechos humanos y se centrara en las necesidades de las víctimas, con estas modificaciones institucionales pareciera que las respuestas van encaminadas en una dirección opuesta.

El pasado 12 de septiembre, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) emitió un comunicado donde expresó su preocupación por la aprobación de la reforma judicial en términos de los impactos que generaría sobre los derechos de acceso a la justicia y al debido proceso, así como al estado de derecho, principalmente cuando queda pendiente abarcar y transformar otras instituciones encargadas de la impartición de justicia donde ocurren los primeros contactos para garantizar los derechos humanos. Además, menciona los riesgos de autonomía y conflictos de intereses que podrían surgir derivado de los procesos de selección de quienes ocupen los cargos. Es importante considerar que esto se enmarca en una coyuntura política en la que los contrapesos institucionales son casi nulos, en donde la mayoría de los organismos tienen una línea gubernamental definida y aquellos que podrían brindar equilibrios, están debilitados.

Por tanto, la prospectiva no debería centrarse sólo en si hay o no reforma judicial, en si hay o no organismos autónomos, en si se renombran o crean instituciones, sino en cómo estas configuraciones dan respuesta a las exigencias y necesidades de las víctimas de violaciones graves a derechos humanos, a la reparación integral del daño para los cientos de colectividades que buscan verdad y justicia para sí y sus familiares, así como a las resoluciones de los crímenes de Estado que aún quedan como pendientes sin resolver de este gobierno.

Porque cuando hablamos de radicalidad, hablamos de transformaciones de raíz encaminados en los cómos y no en los qués, no desde la eliminación o suplantación de organismos, sino desde la apuesta por la transformación estructural y social del país. Y después de esto, ¿qué nos queda por hacer? Los cambios ya están, pero como dijera Mercedes Sosa: “quién dijo que todo está perdido, yo vengo a ofrecer mi corazón” y nuestro corazón está en la búsqueda por la verdad y la justicia, en la construcción de paz y la reconstrucción del tejido social ante la violencia generalizada, en la exigencia para la protección de nuestros derechos humanos y en la reparación integral del daño para las víctimas de nuestro país.

Así que nos queda informarnos, encontrarnos y organizarnos desde la sociedad civil, en cada trinchera que podamos accionar para la búsqueda de condiciones democráticas y de vida dignas, donde el diálogo, la participación política y la incidencia colectiva sean los pilares de la transformación social y la construcción de otros mundos posibles, nuestro horizonte político para caminar.

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