El último lector | Paulo Freire: el sueño de la posibilidad utópica
Semejante al cálido resplandor de una tarde en Grecia, teniendo como pizarrón la tierra y como gis una ramita de árbol, Paulo Reglus Neves Freire comienza su alfabetización en el amplio suelo de su casa…
Las primeras lecciones habían sido recibidas: el continente ante un horizonte de islas y manglares atlánticos, el aluvión que une tierras y cielos inconmensurables, siempre rebosantes de estrellas, pletóricos de gemas.
La casa de la palabra es, sobre todo, el sueño de la posibilidad utópica.
Maravillosos debieron ser los vocablos —juramentados a la vida— de esa su lección inicial, pues el pedagogo brasileño rememora que nada tenían que ver con el “doble lenguaje del mundo adulto”, sino con el suyo propio: el mundo de un niño que, en la despierta inocencia de su existir y con el instinto ya convertido en inteligencia, comprende el sueño digno de una Educación por entero humana.
Acariciando por siempre ese momento de su existencia, Paulo Freire (Brasil, 1921-1997) nos reitera, sin faltarle a la gracia crítica del esteta que lo caracterizó, lo siguiente: “Perdidos están los que no sueñan apasionadamente, que no son románticos. Yo sueño con que nunca más se vacíen las calles. Que nunca más los líderes políticos se sirvan de las plazas llenas para poder negociar arriba. Sueño con que aprendamos todos a asumir democráticamente los cambios. Sueño con una sociedad reinventándose de abajo hacia arriba, donde todos tengan derecho a opinar y no apenas el deber de escuchar. Este es un sueño históricamente viable, pero demanda que la gente de anteayer hubiese descruzado sus brazos para reinventar esa sociedad”.
¿Qué hacer ante la globalización de la miseria, la cultura del silencio, la intencionada cosecha de iletrados, la certificación académica de ignorantes, los confortables muertos administrativos, las cruzadas de virtud enferma, la conciencia enemiga que manipula a los medios y sustrae la comunicación?
¿De qué van, en esta fiesta de payasos y locos, los indómitos teólogos de la nada, los indignantes teóricos de todo, la insolencia desnuda que se muestra en su feliz desvergüenza, esa testarudez en corrupción —por todos conocida y padecida— que hace de la necesidad un encantamiento administrativo para que cada puto día sea peor?
¿Cómo abatir los elevados índices de optimismo irónico, dónde la crueldad de la guerra es genocidio permisible y la canibalización feroz de las libertades se toma como un logro de comercio, una intocable ley de progreso?
¿Actuar bajo los principios de una incertidumbre permanente, porque a la humanidad —trono infecto de la política trucada— no le está permitido la vivencialidad positiva?
¿Dónde debemos colocar la alegría de vivir para que no sea absorbida por la preocupación de un planeta perezoso y terminal?
No podemos cerrar los ojos ante nada, por el contrario: tenemos que abrirlos y soñar un mundo mejor.
En las palabras de los sueños suena la dureza de una reiteración a la luz de la nueva Educación, y a pesar del tiempo transcurrido, no encuentra acomodo —y bien que así sea—, pues llama a la reflexión y requiere de su oyente o lector una comprensión crítica, algo que capture la esencia de los hechos y los manifieste con una impertinente suma de claridades.
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