El último lector | Dalái Lame
Vaya que ha vibrado, como sismo “moral”, el episodio del Dalái Lama que, a ojos vista —contactando sus labios con la boca de un niño y, enseguida, en el ritual de bromas que los entretiene, solicitarle que “chupe su lengua”—, ha quebrajado el cuerpo de Occidente en su vals “infernal” con Oriente.
Esto se suscitó el 28 de febrero del año en curso y, recientemente, los medios de comunicación han “viralizado” la acción —en una toma sesgada (atendiendo intereses de tiempo-aire televisivo, he de suponer)— considerado “a todas luces” intolerable en la investidura de un líder de opinión —podría decir “religioso”, pero el budismo no es una religión— que, por más de siete décadas, ha vertido su sabiduría, muchas veces matizada de bromas y desenfado, jamás carente de bondad, y que Occidente condena y reprueba.
Voces, como la del escritor y locutor Jaime Bayly —entre muchos otros profesionales de la ignorancia y la ofensa televisiva—, que sabe de budismo lo que sabe un cerdo de matemáticas, lo acusa públicamente de “pervertido y depravado, mañoso y asqueroso”, haciéndose eco en las “redes sociales” para que sea acusado de agravio sexual por su conducta de “chocante pederasta” y “viejo verde”.
La tendencia se ha consolidado en un linchamiento mediático feroz, la cual ha dado la vuelta al mundo —rebasando la de los niños muertos en guerra— con consecuencias previsibles en la ahora llamada “cultura de la cancelación”.
Se recurre a la estigmatización y, como cáncer, el “horror” arrecia: ¡Que lo castren! ¡Que lo castiguen! ¡Que lo metan a la cárcel! ¡Que le quemen el pasaporte… y, de paso, también a él! Epítetos como “Profeta sexual”; representante de un “Dios” lujurioso en la Tierra; “budistas de mierda, ya se les veía venir…” son acuñados dentro de la convencionalidad, fomentando la violencia y dejando una estela de odio vicario.
¿Las imágenes hablan solas? No. Las imágenes se construyen, se ofrecen como “hechos” y se interpretan. Desde los tiempos de Epícteto, por decir lo poco, los huesos del “doble juego” moral cimbran la mesa: “No son los hechos lo que perturba la mente de los hombres —escribió el filósofo estoico—, sino la manera en que los consideran”.
Aquí hay algo que, como occidentales, no debemos dejar de observar: las glosas con las que vemos, “analizamos” y juzgamos aquello que desconocemos, como en este caso es la cultura tibetana.
El 14º Dalái Lama (Tenzin Gyatso, de 87 años, Premio Nobel de la Paz en 1989) es líder espiritual del pueblo tibetano, no un “Dios” ni un representante de éste en la Tierra; ha dedicado su vida al estudio psicológico y científico para promover el amor y la compasión, siguiendo la tradición de sus raíces budistas y lo que ellas aportan de felicidad a la humanidad; a partir de su exilio (en la invasión de las tropas chinas al Tíbet, en 1950), su tarea en la India fue preparase para hacerlo a escala mundial, como constatan líderes sociales y religiosos, académicos y políticos, en su larga y valiosa encomienda por la paz.
No estás obligado a saber, lo que sí tienes es derecho a ser informado.
Existe la necesidad de conocer las costumbres, tradiciones e historia tibetanas —donde dar la bienvenida con la lengua de fuera como señal de respeto o tocar los labios de otro a manera de saludo (los llamados “besos” rusos, mongoles, chinos, etc., y de los cuales se hace escarnio de “homosexualidad”)— para comprender que el Dalái Lama nada tiene que ver con esa carga de “implicación sexual” con la que está siendo atacado y menospreciado.
Jalar barbas, suaves pellizcos en las mejillas, simular torcer la nariz con los dedos —más típicas de un mono sagrado de la India que de un diplomático en funciones—, o aventurar palabras inocentemente incómodas, es el arsenal de bromas que, frente al público y ante las cámaras, el Dalái Lama ha aplicado inofensiva y candorosamente a sus interlocutores a lo largo y ancho del planeta.
Si ven el video completo —no esos flashazos tendenciosos y descontextualizados, matizados de un discurso que acusa “pederastia”—, observarán que el Dalái Lama no estaba tratando de abusar de un niño. De ningún modo (los budistas practicantes conocen bien el tema y llevan a la práctica rigurosamente sus métodos).
Ya lo reafirmaba Nietzsche: “No hay hechos, sino interpretaciones”. Pisar la semilla de la conciliación, como se está haciendo en este momento, es más fácil que —después de muchos años de cultivo— esparcir sus beneficios.
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