Mar de Historias | El rey africano / Cristina Pacheco
Ciudad de México, 12 de diciembre.- En aquel barrio de obreros, comerciantes y artesanos abundaban los jóvenes deseosos de convertirse en figuras del boxeo. Un terreno baldío era el espacio adecuado para sus entrenamientos, y cuando ya eran más diestros, el escenario de las funciones destinadas a una concurrencia entusiasta integrada por vagos, ancianos, desempleados y, sobre todo, por las familias de los contendientes, orgullosas de contar entre sus miembros a un futuro campeón.
Durante un tiempo, Nicasio Perdomo formó parte de ese grupo selecto, cuyos miembros disfrutaban de admiración y respeto, además de ciertos privilegios, entre otros, de un crédito más amplio en loncherías y cantinas, ser invitados especiales en las fiestas y padrinos en bodas y bautizos. Además de todas esas ventajas, los aspirantes al estrellato tenían mayor facilidad para sostener aventuras amorosas, más o menos clandestinas y sin aspiraciones matrimoniales, que no pasaban de simples ejercicios de calentamiento.
II
Un fracaso amoroso y la decisión de ahogarlo en litros de cerveza llevaron a Nicasio a olvidar su sed de gloria y también las promesas de mejoría que, según él, iban a convertirse en realidad para su familia en cuanto recibiera una recompensa millonaria –“bolsa gorda” llamaba él toda cifra con más de cinco números.
Mal visto por la familia, avergonzado ante los vecinos, perseguido por sus inflexibles acreedores, Nicasio no tuvo más remedio que buscarse un trabajo que por lo menos suavizara la expresión angustiada de su madre. Hizo a un lado los guantes, olvidó su triunfo en una arena de Apizaco, renunció para siempre al sobrenombre de Rayo Negro y volvió a ser Perdomo a secas, uno más de los jóvenes –algunos ya no tanto– con incierto futuro y en riesgo de caer en malos pasos.
III
Al cabo de una búsqueda larga e infructuosa, Nicasio logró conseguir trabajo en un estacionamiento próximo a la Alameda Central. Durante las fiestas decembrinas, un cuarto destinado a guardar aditivos y herramientas se convertía en bodega donde los santacloses y los Santos Reyes de utilería dejaban sus atuendos, los escenarios con paisajes nevados, los renos y el trineo junto al que los niños y una que otra pareja posaban para la foto del recuerdo.
Incómodo, sabiéndose motivo de burlas por parte de sus vecinos, Nicasio decidió mantenerse lo más alejado posible de su familia y de sus rumbos. Volvía a su casa ya muy tarde, sólo para dormir, y el resto del tiempo lo pasaba en el estacionamiento.
Hacia finales de diciembre, poco antes de que comenzara la verbena en la Alameda, llegaron Eliseo, Porfirio y Margarito para disfrazarse de Reyes Magos y, después, desfilar por la avenida arrastrando democráticamente el camello, el caballo y el elefante de cartón. Su presencia detenía el tráfico y provocaba curiosidad, risas y aplausos.
Un sábado al mediodía, mientras Eliseo y Porfirio empezaban a disfrazarse de Melchor y Gaspar, llegó el hijo de Margarito para avisarles que su padre estaba enfermo y no podría hacerla de Baltasar. A esas horas, a punto de que comenzara la verbena, ¿Dónde iban a encontrar un suplente? Y aunque lo consiguieran, por lo justo del tiempo, no iba a tener tiempo suficiente para vestirse, y menos para embadurnarse el rostro con el betún oscuro que garantizaba su origen africano.
Entonces, a Eliseo, ya casi transformado en Melchor, se le ocurrió que Nicasio fuera el suplente de Margarito: tenía más o menos sus proporciones y la ventaja de ser tan moreno como para no requerir de maquillaje. Nicasio se negó. Le chocaba la posibilidad de ponerse enaguas –se refería a túnica y capa–, barbas, peluca y una corona. Pero lo que en verdad le impedía aceptar la sugerencia de Eliseo era el temor a no saber que decirles a los niños cuando le entregaran sus cartitas.
Porfirio, hecho todo un Gaspar, dio su veredicto: “Con que falte un rey, ya se chingó la cosa: nos quedamos sin comisión por foto y puede que hasta sin chamba.” Eliseo, con voz temblorosa se dirigió a Nicasio: “¡Échanos la mano, acepta! Lo vas a hacer muy bien, y no te preocupes por lo que vayas a decirles a los niños; ellos lo creen todo. Lo sé por experiencia: cuando yo era chamaco, mi ilusión era tener una bicicleta y cada año se la pedía a los Santos Reyes. Nunca me llegaba, y para consolarme, mi padrastro decía: “No te la trajeron esta vez para que esperes con ilusión el año que entra. Al siguiente me salía con lo mismo, y así al otro y al otro. El caso es que nunca tuve la dichosa bicicleta, pero pasé días muy felices, esperándola.”
Conmovido por el relato Nicasio pronunció resignado: “está bien”. La prueba de que aceptaba suplir a Margarito fue recibida con entusiasmo por Eliseo y Porfirio, quienes, entre risas y comentarios maliciosos, lo ayudaron a vestirse, a ponerse las barbas, la peluca y al fin la corona. “Es de hoja de lata, pero está pesadita. Qué tal si fuera de verdad? –comentó Eliseo.
IV
Debido a que Margarito no regresó, Nicasio tuvo que hacer el papel de Baltasar durante toda la temporada. Cuando tiene ante quien hacerlo, platica cómo fueron aquellos días únicos, la emoción que le causaba escuchar a los niños y ver el asombro con que miraban su corona de hoja de lata recubierta con trozos de vidrio, brillantes como piedras preciosas. En cambio, Nicasio jamás habla de sus aspiraciones de gloria, ni menciona su triunfo en Apizaco, ni pronuncia el sobrenombre de Rayo Negro con el que pensaba firmar el libro de la fama. Se conforma con haber sido, al menos por unos días, Baltasar, el rey africano.