El último lector | Enrique G. Martínez: Si es posible el poema, es posible la vida / Rael Salvador
A partir de la suave humildad hipnótica de la palabra, Enrique G. Martínez (Hermosillo, Sonora, 1929- 2006) invoca la presencia de lo poético en el paisaje del alma en cualquier lector. Su confesión lírica está suscrita al misterio humano, universalizando su escritura al rango de la seducción, y eso basta para que su legado literario sea definitivamente nuestro.
Su poesía se cita; el sonriente eco de sus pasos permanece aquí: su voz es ahora, timbre obligado en la República de las Letras; la custodia de Enrique G. Martínez continúa siendo el de un bardo sin artificios, el de un poeta natural: lápiz y camino, marejada y cosmos, pauta y destino…
En las florestas de la noche, como él lo había previsto, sus manos morenas encarnan sutiles abecedarios lumínicos, estelas de constelaciones descifrables que se continúan en el tiempo, ofrendándonos su eterno legado.
Si es posible el poema, es posible la vida. En la modesta entrega de los versos de Enrique G. Martínez, se abriga la desmenuzada bondad de las emociones, la diamantina que se dispensa en ríos de palabras y que es lo que esplendorosamente brilla en la magia de las múltiples lecturas de su poesía…
El poema, hay que decirlo, es la dulzura útil de un canto, la ingravidez constelada de un libro que se abisma del vacío, al corazón de las cosas… Enrique G. Martínez lo sabía, y por ello nos rogó encarecidamente abrir las manos y bañar de luz los diamantes de nuestro ser, para que la ceniza no fuese un sol apagado en nuestro llanto…
A veces no fue posible, y la alegría que hacía de fiesta en nuestra existencia, se trasmutó en comprensiva tristeza a la hora definitiva… Entonces escribí el consuelo de mantenerle vivo no sólo en sus poemas, sino también en el poema que me inspiraba su partida…
Y, en ese canto, me decía: “si es posible el poema, es posible la vida”. Que el desasosiego pase, que el tiempo arranque la herida, como en el camino se arranca un gesto a la piedra que no existe, pero que desde la consciencia hunde el peso de su fantasma en el mar de nuestras vidas…
Trabajé muchos años entre los poemas, las cartas y los homenajes que realizaba Enrique G. Martínez al mundo de sus seres amados. Publicó un libro, “Corazón, diario de un abuelo”, bajo mi tutela de editor, y tuvo la amable preocupación de respetarse como hombre de letras y dejar salir su canto en más de una docena de libros, muchos de ellos aún en la belleza íntima de lo inédito.
En la antología de su vida, la que vivió hasta el extremo de la maravilla, Enrique G. Martínez recopiló la sinceridad de un sinnúmero de amistades, riqueza que lo obligaba a escribir bondadosas referencias de existencia, las cuales se encuentran esparcidas en el corazón latente de su basta prosa y sus casi innumerables poemas.
Enrique G. Martínez vivió la poesía como un hombre nacido para ella, desde la soledad que lo eligió, hasta la refinada independencia de estar escribiendo todo el día -y releyendo lo que escribía toda la noche-, su sonrisa se desplegaba como una luna de gozo, entintada siempre por la canela de la melancolía.
Su vida fue así, y no creo que la muerte le haya cambiado los gustos del asombro y la alegría, de la lectura contundente y la charla amable que nos confería. En sus pasos hubo flores, y ellas -como el cúmulo de su poesía- quedan consolándonos después de la simulación de su partida.
Como comenta la sinceridad de una de sus tantas amigas, la escritora y poeta Flora Calderón: “Hay personas que no se detienen ni ante su propia experiencia de vida y hay quienes en el camino encuentran la maravillosa palabra para expresar, reunir y contar sus propios caminos, hacen de la experiencia una sabiduría y están constantemente abiertos a explorar el mundo y sus confines, con la sencilla explicación de que ésta es la vida y hay que profundizar en sus misterios de amor, vida y muerte. Así, Don Enrique lleva de su pecho latente la palabra y su experiencia en la poesía”.
Jamás olvidaré la lección que me brindó el ingenio de su existencia, cuando iba a su encuentro y le preguntaba por las condiciones de su salud, y él, no sin dejo de alegría en su mirada, me respondía: “¡Cómo me voy a sentir viejo y acabado, si hoy es apenas el primer día del resto de mi vida!”.
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