El último lector | Facundo Cabral: canto de sabiduría, esperanza y libertad
Han pasado diez años de la muerte de Facundo Cabral, asesinado en Guatemala el 9 de julio de 2011. Cumpliendo condena, los criminales se encuentran en la cárcel. Desde ese tiempo, el escenario de la vida se encuentra desolado; la ausencia del cantautor argentino –emotiva, brillante, irónica, pletórica de filosofía anecdóticamente sabia–, Mensajero Mundial de la Paz por la Unesco, es un hueco profundo en la cabeza del espectáculo.
Al revisar los cuadernos personales de Facundo Cabral, con esa letra redonda, casi dibujada, y observar cómo quedaban reflejados en ellos la totalidad del mundo y la vida humana –tanto la bondad como la dulce miseria, la alegría inevitable y la podredumbre característica de la especie–, “fluctuando dimensiones”, le decía, como si un espejo de proporciones universales mojara sus imágenes en agua de rosas, aroma de limones, espinas de fuego, astros fluorescentes y rurales, pantanos amargos y pedazos de cielo…
Lo discutí varias ocasiones con él, que esa aura poética que profesaba en sus lecturas y escritos, esenciales para su existencia y su modo de vida, estrictamente vagabunda –lo que no quiere decir, carente de todos los placeres ni mucho menos exiliado de todas sabidurías–, si algo tenían qué ver en los conciertos, era muy poco…
Sí, estrictamente poco, en comparación con los festines místico-literarios-filosóficos que nos obsequiábamos después de las presentaciones en Baja California, al hablar reiteradamente de Sócrates, Platón o Séneca, así como de Henry Miller, Cioran, Rimbaud, Jack Kerouac, Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, el Che, Octavio Paz, Ray Bradbury, Krishnamurti, Yogananda o Bhagwan Shree Rajneesh, mejor conocido como Osho…
Cada vez que lo acuciaba, solía contestar: “Qué le vamos a hacer: la música es mi esposa y la literatura mi amante”.
Esos conciertos, los de la segunda o tercera etapa de sus carrera artística, intencionadamente religiosos (con el amparo de su Dios occidental), por los cuales la gente lo amaba o lo odiaba, lo admitía o lo rechazaba, surgidos a raíz de las tragedias –que, como hoy lamentablemente vemos, lo acompañarían hasta el final de sus días–, se llegaron a convertir en una necesidad verdadera.
Dejando atrás la pobreza (no decidida), la ignorancia salvaje, el alcoholismo violento, tomaría en cuenta la dolorosa muerte de su pequeña hija y su joven amada, los constantes regresos al cáncer y su mirada ya casi perdida (desde que nos conocimos, al igual que Borges necesitaba lectores, Cabral requería de una hombro o una mano que lo apoyara o lo guiara).
En sus austero cuarto de hotel (en Argentina o en cualquier parte del mundo), de soledades acompañado y de resacas de muchedumbres invisibles, hasta cierto punto famélicas –“Te admití”, me dijo en alguna ocasión, “porque no me insultaste nunca con ninguna reverencia”– que le brindaban tanto bendiciones como incomodidades, la ironía y la religión, por igual y siempre saturada de citas bibliográficas o anécdotas compuestas en la virtud del viaje, le sirvieron a Facundo de paliativo para enfrentar con sobrada sabiduría a la realidad.
Los cuadernos de apuntes de Facundo Cabral, esos que revisábamos cada vez que nos veíamos –un privilegio, claro que sí–, al contrario de los conciertos multitudinarios, nos describen la auténtica filosofía de su amor a la vida: la literatura, el conocimiento guardado como tesoro en el corazón de los libros, las citas poéticas, los pensamientos relevantes, sus contactos con personalidades del mundo intelectual…
Desde el crimen de Facundo Cabral, hora fatídica e injusta, la humanidad se encuentra en deuda con la propia humanidad.
La frívola, criminal y cínica humanidad de un mundo que hemos ayudado a construir, con nuestra indiferencia, ignorancia, estupidez y egoísmo.
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