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Opinión

El último lector | Meditaciones sobre el falso Ángel de la Muerte

Por: Rael Salvador

Más que de ceniza —como el Ave Fénix—, un sentimiento de nieve: la esperanza le hace bien al corazón. Un buen truco, lo dorado de la cerveza en el espejo de cualquier portada, y como decía mi amigo Birkerts, recurrir a los elevados principios de la moral, incluso cuando se está retorciendo la navaja para causar el mayor daño posible.

El escritor Salman Rushdie, nacido en Bombay, India —con ciudadanía británica, quien en la actualidad cuenta con 77 años—, fue apuñalado por las huestes de la intolerancia, violencia explícita —emanada de una subjetividad vergonzante— que en su seno confunde la ficción con su propia ficción: la fanática, contrapuesta a la literaria.

En “Cuchillo. Meditaciones tras un intento de asesinato” (Random House, 2024), la resiente entrega de Salman Rushdie, después del atentado criminal del 12 de agosto de 2022 —en el anfiteatro del recinto de Chautauqua Institution, al norte de Nueva York—, el autor narra lo sucedido cuando iniciaba su conferencia y fue interrumpido por el alarido metálico del falso Ángel de la Muerte…

Abrazado por una estupidez que sólo mataría por accidente, el resultado es el esperado: 15 cortes, entre tajos y empujes de navaja, Salman Rushdie perdió el ojo derecho —donde el filo de la hoja bailó su intento criminal— y paralizó su brazo izquierdo…

Rushdie se refiere al agresor, al autor del atentado, a su asesino potencial —“de manera decorosa”, reconoce—, como “A.”, pero no deja de insistir que es un alcornoque, un burro…

Desde luego, porque así se puede acabar con la vida de un escritor, sobre todo fanáticamente para que los imbéciles sobreabunden alrededor de uno.

«Este “A.” —narra Salman en las páginas de “Cuchillo”— no se molestó en informarse sobre el hombre a quien había decidido matar. Según su propia confesión, apenas si leyó dos páginas de mis escritos y vio un par de videos de YouTube donde salía yo; y con eso tuvo suficiente. De lo cual podemos deducir que, fuera cual fuese el motivo de la agresión, no tuvo que ver con los “Versos satánicos”».

Rushdie publicó “Los versos satánicos” en 1988, una novela que salpica de ironía caricaturesca la religión islámica. Un año después, el 14 de febrero de 1989, el ayatolá Jomeini —en aquel momento, líder político y espiritual de Irán— emitió la dureza de la “fatwa”, edicto que pide la muerte del autor por blasfemia.

Los desplantes del protagonista de la narración, Gibreel Farishta —que emula al Ángel Gabriel de “El Corán”—, están suscritos al desenfado y la broma desde el inicio de la novela: «Para volver a nacer —cantaba Gibreel mientras caía de los cielos, dando tumbos— tienes que haber muerto. ¡Ay, sí! ¡Ay, sí! Para posarte en el seno de la Tierra, tienes que haber volado. ¡Ta-taa! ¡Takachum! ¿Cómo volver a sonreír si antes no lloraste? ¿Cómo conquistar el amor de la adorada, alma cándida, sin un suspiro? Baba, si quieres volver a nacer…». 

La muestra es patente: juegos de estilo sobre lo sagrado y el resto de los capítulos es la persistencia agudizada del escritor sobre el tema: «la relación entre lo secular y lo religioso —en palabras del escritor Efraín Trava, que vale la pena citar a profundidad—. La relación asentada en la incomprensible paradoja de la existencia del otro. El uso de discursos que sólo son entendidos de manera parcial por la contraparte.

La lucha de clases culturales en dos niveles simultáneamente: el nivel doméstico, es decir, el de los países como Afganistán, Pakistán, Irán, India, Egipto, que establecen, a través del campo religioso, una clase dominante que impone normas tanto políticas como sociales. Y por el otro lado, el nivel internacional occidental en el que se intenta —si bien no con mucho éxito— crear un espacio para la diversidad cultural. Las relaciones de poder involucradas son complejas: la resistencia religiosa establece una postura primordialmente defensiva en el campo doméstico, en el mundo musulmán».

Todo lo demás lo podemos encontrar en las memorias de “Joseph Anton” (libro donde Rushdie también reflexiona sobre la amenaza de muerte), pero después de esa mañana del 12 de agosto de 2022 —en la frustrada conferencia de New York— Rushdie se ve obligado a escribir un capítulo faltante, no el final.

“Cuchillo. Meditaciones tras un intento de asesinato” posee páginas de una presencia amorosa y una belleza ética, digna de editores de verdad —cuando rentan el avión privado, no importando el elevadísimo costo, para que la mujer de Salman le acompañe sin aún saber si está vivo o muerto—. La poetisa norteamericana Rachel “Eliza” Griffiths es el elemento fundamental de que las cenizas posean hoy el benévolo sentimiento de nieve: esa esperanza que, no sólo en la literatura, le hace tanto bien al corazón. 

Después de 36 años —y la oportunidad generacional de discutir el tema (el libro circula en México desde su publicación a finales de los 80—, el siglo XXI, más allá de los espectros de su rubro digital, persiste en hacer de la sobrevivencia humana la tristeza de la fragilidad: pandemias, latrocinios, guerras, violaciones, feminicidios, crímenes… y su caro cortejo de obsolescencias éticas que le acompañan.

Si en el escatológico juego de la vida sólo existe el “Bien” y el “Mal” —esa “filosofía moral” en blanco y negro, propicia sólo para perros y religiones—, la confusión de lo “justo” con lo “injusto” —y viceversa— continuará inclinando la balanza hacia la desesperanza sin atributos y ponderando los oficios, como lo es la escritura de novelas, en un riesgo potencial de muerte.

¿En manos de quién están los fanáticos de todo orden y de toda orbe? ¿No son ellos mismos la puñalada visible de la educación impartida mostrando nuestro propio fracaso? ¿Qué giro psicótico torna el acuartelamiento y la clandestinidad de otros escritores —pienso en Roberto Saviano, después de “Gomorra”— en igualdad de circunstancias?

Lo ha precisado con claridad Efraín Trava: «Rushdie, a través de “Los versos satánicos”, intenta crear un panorama en donde las dificultades de este proceso de negociación salten a la vista. El esbozo de diferentes perspectivas del problema da pie para considerar que cualquier lucha entre culturas, que se da en los términos de la intolerancia, es en sí misma destructiva».

Un mundo donde no se pueda expresar la libertad de pensamiento —siempre mediado por las diversas interpretaciones de la acción en ficción, religiosa o no, ideológica o no, literaria o no— será un ensalmo agusanado que ahoga su prédica en el vómito de su propia sangre: un mundo quejumbrosamente mudo o intolerablemente locuaz y parlanchín.

raelart@hotamil.com

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