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Opinión

El último lector | La invención de Paul Auster

Por: Rael Salvador

Quienes, uno tras otro, leímos los libros de Paul Auster (1947-2024), esas ediciones que, a lo largo de los últimos 30 años, la editorial Anagrama puso a disposición de sus lectores de habla hispana —con la enmascarada ineficiencia de sus traducciones—, supimos aquilatar la “imaginación creativa” de un oficio que pasaba de “la renta de la pluma” a la dignidad del escritor y sus historias.

Con la caída de la tercera torre de New York —la primera, suicida, llevó por nombre “David Foster Wallace”; la segunda, judía y endemoniada, “Philip Roth”—, cada quien guardará un posmoderno Auster confesional en su memoria, porque el autor de la “Trilogía” más citada en habla inglesa es —de una manera no del todo irreverente— la invención de cada uno de sus lectores.

Lectores con aspecto de protagonistas —existencialistas tardíos, en el “smoke” crepuscular de la Costa Este de EE UU—, también sintiéndose «estrellas librescas del Brooklyn», sobre todo cuando el Times Literary Suplement of Britain llamó al autor de la novela “El país de las últimas cosas” «uno de los escritores más espectacularmente inventivos de Estados Unidos».

¿Intimidad novelada? ¿Novelística memoriosa? ¿Memoriosidad estética? ¿De la “negritud” escritural al surrealismo de novela negra? ¿Crónica confesional?

Qué importancia tiene el baile literario de cualquier definición, ¡si al leer lo que uno trata es de elevarse con el espíritu del vértigo!

La caída de Auster —estrepitosa, por su calidad y altura— también podría significar la inevitable «muerte del padre», tal como lo narra la apertura de su obra iniciática, “La invención de la soledad” (1982): «Un día hay vida. Por ejemplo, un hombre de excelente salud, ni siquiera viejo, sin ninguna enfermedad previa. Todo es como era, como será siempre. Pasa un día y otro, ocupándose sólo de sus asuntos y soñando con la vida que le queda por delante. Y entonces, de repente, aparece la muerte».

Ese hombre, 77 años, de oficio escritor —los últimos años aquejado por el cáncer de una dolorosa corona de espinas que aprisiona y desgarra sin piedad a su familia—, «deja escapar un pequeño suspiro», se desploma —desde la orfandad intempestiva, que ahora llega a nosotros— como una frágil “ciudad de cristal” y muere.

Sobre todo, refrendará Auster, porque “la muerte vive dentro de ti, comiéndose tu inocencia y tu esperanza, y al final no te queda nada más que la tierra, la solidez de la tierra, el eterno poder y triunfo de la tierra”.

La noticia, como un resquebrajado iceberg en refracción, llega a todos sus ahora comentadores —ABC de rapiña— con su luz distorsionada…

Los que, en la desmemoria, llegamos a decir lo menos —en el torpe carrusel de diapositivas de nuestro viejo y acabado cerebro analógico— topamos con la belleza de un hombre que, en agonía plena y sin calendario sustituyente, se acusaba que ya sólo le faltaba mirar, con la característica expresión sublime de sus ojos y extensión de sus brazos —queriéndose elevar como un bebé que ciega la ternura de la Muerte—, ese otro lado que trae toda cuenta reversible: “4 3 2 1…”

«Sucede de una forma tan repentina que no hay lugar para la reflexión —nos dice en el umbral de “La invención de la soledad”—; la mente no tiene tiempo de encontrar una palabra de consuelo. No nos queda otra cosa, la irreductible certeza de nuestra mortalidad. Podemos aceptar con resignación la muerte que sobreviene después de una larga enfermedad, e incluso la accidental podemos achacarla al destino…»

Y esa magia dura, profética —de ese solo párrafo extendido a profundidad—, no cesa: «Pero cuando un hombre muere sin causa aparente, cuando un hombre muere simplemente porque es un hombre, nos acerca tanto a la frontera invisible entre la vida y la muerte que no sabemos de qué lado nos encontramos. La vida se convierte en muerte, y es como si la muerte hubiese sido dueña de la vida durante toda su existencia. Muerte sin previo aviso, o sea, la vida que se detiene»

Y —eyaculados para la muerte— estamos aquí como prueba contundente que “todo” puede detenerse en cualquier momento.

raelart@hotmail.com

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