“Si mi hijo está bajo tierra, quiero saber la verdad”: Cristina Bautista
Cristina Bautista dice que su hijo Benjamín Ascencio Bautista tiene 28 años. Como todas las mamás de los 43 estudiantes de Ayotzinapa desaparecidos hace nueve años en Iguala, ella no conjuga en pasado los tiempos. Habla de él en presente.
Originaria de la comunidad náhuatl de Alpuyecatzingo de las Montañas, municipio de Ahuacotzingo, tiene los recuerdos medio borrados sobre aquellos días de hace nueve años, cuando llegó a la cancha techada de la normal rural, un 29 de septiembre. Iba a esperar información de los 43 normalistas que, según le dijo un hermano, un diario de Chilpancingo daba como desaparecidos. Pensaba que de un momento a otro aparecería su muchacho.
Pero la esperanza se esfumó rápidamente. Benjamín Ascencio era uno de los desaparecidos. Se tiró en una colchoneta en el piso y no volvió a hablar, muda e insomne durante los 19 meses que permaneció ahí “de planta”.
Hoy es una de las oradoras principales en las manifestaciones por el caso Ayotzinapa. Tiene una palabra poderosa que estremece a quienes la escuchan.
“Me dicen que somos fuertes. Que ningún movimiento como el nuestro ha durado tanto. Y no es que seamos fuertes como madres o padres. Es que nos hace falta el hijo. Por ese amor nos mantenemos de pie. Pero el gobierno no contaba con eso. Como somos campesinos, a los funcionarios se les hizo fácil. Pensaron: al pobre campesino se le va a olvidar. Creyeron que iban a poder dividirnos, debilitarnos. Pero con nosotros no pudo”.
En ese tiempo de búsqueda y lucha, Cristina recuerda a los que murieron sin tener respuesta de dónde está su hijo: Minerva Bello, mamá de Everardo Rodríguez; Bernardo Campos, papá de José Ángel; Saúl Rosario, que falleció por el covid, papá de Saúl Bruno. Y de los caídos, Tomás Ramírez, el papá de Julio César Ramírez, y Ezequiel Mora, papá de Alexander Mora.
No sólo habla en los mítines. En sus encuentros con el gobierno ella siempre tiene algo que decir. En la última reunión que tuvieron los padres de Ayotzinapa con el presidente Andrés Manuel López Obrador, en Palacio Nacional, Cristina le preguntó si recordaba lo que había prometido desde su primera reunión, de que él a nadie iba a solapar. “¿Y qué pasa ahora? Ya topamos con el Ejército y ya no podemos avanzar, los expertos se fueron porque ya no tenían herramientas para seguir trabajando, pero nos dejaron recomendaciones para continuar. Entonces, como mandatario de México, pues busque esos documentos que hacen falta para que se esclarezca el caso. Antes de que termine su mandato nos tiene que dar la verdad. Sea la que sea. Si mi hijo está bajo tierra, quiero saber la verdad”.
La madre de Benjamín asegura que ella no se siente manipulada por nadie. “Por ejemplo, ahora fuimos las madres las que decidimos hacer el plantón en el Campo Militar Número Uno. Nuestros representantes legales no estuvieron de acuerdo. Va a estar difícil, dijeron. Y les respondimos que ya sabíamos que nada es fácil, pero hay que hacerlo. Y ahí estamos, en plantón permanente. Ya si nos dicen que van a entregar lo que hace falta, pues nos levantamos”.
¿Cómo los vamos a olvidar?
Es una frase que repiten seguido los familiares de los 43 muchachos desaparecidos. “¿Cómo los vamos a olvidar si los amamos, si nos costó tanto criarlos?” La vida de Cristina es toda una odisea de esfuerzos por criar y llevar el sustento a sus dos hijas Laura y Mariane, y su Benjamín, el de en medio.
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Cuando los niños eran chicos, se fue de migrante a Estados Unidos y los dejó con sus suegros. Regresó a los dos años con lo poco que pudo ahorrar, sólo para descubrir que su casita de adobe se había partido con las lluvias. Ni con sus dólares lograría reconstruirla. Se endeudó. Al año tuvo que volver a cruzar la frontera, hasta Connecticut, para pagar sus deudas. Ahí laboró seis meses lavando carros para saldar la deuda del coyote. Después se empleó, en dos turnos de siete horas cada uno, en cadenas de hamburguesas. Siete días a la semana, ni un día de vacaciones durante cuatro años.
Con los dólares que mandaba a México le puso piso, ventanas y puertas a su casa. Y mandaba para la escuela de los niños. Regresó a Guerrero cuatro años después para encontrar que Benjamín ya sabía leer y escribir e intentaba enseñarle a su abuelo analfabeto, Juan Bautista Melchor, que a su vez lo instruía sobre los rudimentos de la siembra y la cosecha.
Al fin todos bajo un mismo techo, Cristina puso un negocio de venta de ropa, hacía pasteles; los miércoles horneaba pan y los jueves cocinaba pozole. El muchacho hizo la prepa en la cabecera municipal y los fines de semana ayudaba en la hechura del pan y lavando cazuelas.
Al terminar la prepa eligió informática como carrera, pero costaba caro. Cristina buscó entonces volver a migrar para pagarle esos estudios. Estaba gestionando eso cuando Benjamín fue a decirle: Ya no se preocupe, ya sé qué voy a estudiar: para maestro. “Ya saqué mi ficha para la Normal Rural de Ayotzinapa. Ahí no cuesta nada y dan de comer”.
Fue hasta el 29 de octubre que empezó a escuchar noticias muy vagas sobre un enfrentamiento en Chilpancingo. O en Iguala. Y que Benjamín no contestaba su celular. Tomó un autobús y se quedó en la puerta de la escuela. Vio que llegaban camionetas con estudiantes con la cara cubierta. Ninguno se acercaba a ella hasta que fue a preguntarle a uno. Revisó su cuaderno y dijo: “Tía, el nombre de tu hijo está en la lista de los desaparecidos. Pero no te preocupes, lo van a encontrar. Pasa”.
–Y empezó la movilización.
–Sí. A cada rato marchábamos, íbamos en caravanas, plantones, ayunos por los 43: Chilpancingo, Acapulco, México, Mexicali, por todos lados.
En la medida en que el movimiento iba en ascenso, empezaron a tener encuentros con familias de desaparecidos en muchos estados. “Yo no me imaginaba que en el país pudiera estar pasando eso. Nos reunimos con muchos padres de desaparecidos, llorábamos, nos abrazábamos. Un día una señora nos dijo: ‘Ustedes llevan apenas tres meses de búsqueda. Yo llevo ya tres años’. No pude más. Me salí a la calle, me abracé de un arbolito y me decía: yo no voy a aguantar tanto, me voy a morir”.
Y un día tomó el micrófono
–Recuerdo que al principio sólo hablaban los papás. Ustedes, las mujeres, tardaron un poco más en tomar el micrófono.
–Sí, hablaban los papás, los licenciados. Las mamás nos echábamos para atrás, que no nos fueran a ver. Un día, en la UNAM, hubo una conferencia y yo pasé adelante a poner mi foto. Y me dijeron que subiera al templete. Había muchos estudiantes. Al final dicen: una mamá les va a dar unas palabras. Pues bueno, ya qué. Tomé el micrófono. Lo que se me salió de hablar fue de mi hijo. Lloraba y hablaba. Y a los muchachos les llegó el mensaje y lloraron conmigo.
“Yo digo que empecé a hablar en público obligada por el gobierno, sobre todo porque ya empezaban a decir muchas mentiras de nuestros hijos, que eran unos criminales, que eran de Los Rojos. Si apenas llevaban dos meses en la Normal. Teníamos que desmentir.”
El 29 de octubre de 2014, el presidente Enrique Peña Nieto accedió a reunirse con los padres y sus abogados en Los Pinos. Después del estéril encuentro, los padres exigieron la firma de una minuta. Sorprendido –porque nadie había osado pedir algo así– respondió que la firmaría en ocho días. Cristina Bautista se paró y habló: “Nosotros no tenemos prisa. Aquí podemos esperar. Puede firmar ahora, no necesita una semana”. Y ahí se quedaron. Tres horas después salieron sin respuestas, pero con un memorando firmado por el presidente que ya para entonces estaba preparando la ”mentira histórica”.
Tampoco se acobardó frente al procurador Jesús Murillo Karam, a quien le dijo en otra reunión. “Si dicen ustedes que nuestros hijos tenían delito, ¿por qué no los encarcelaron?”