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La bici

Por: Cintia Neve / La Jornada Semanal

Viernes 25 de diciembre

El sol blanco del invierno enceguece. Es la hora de la siesta y Fran está en la acera con su bicicleta. ¡Me encanta la bici, papá!

Héctor lo mira con amor y ríe.

Ya ves papá que sé andar muy bien. Hasta podría correr una carrera.

El padre se incorpora y se cruza ante el niño. Espera, espera Fran. Quiero que vengas hacia mí para tomarte una foto.

Fran se detiene, sonriendo. ¡Papá, no te pongas enfrente, te puedo chocar así! ¿Después podemos ir por un helado?

Héctor está concentrado en tomar la foto con una cámara instantánea.

Fran insiste: ¿Sí podemos ir por un helado? Héctor mira las piernas del niño y nota que tiene la piel de gallina. Lo abraza con la mano libre y le frota la espalda.

O por un chocolate, vamos por un chocolate, anda.

El hijo lo mira con ojos juguetones. El padre besa su cabello y acepta.

Sábado 26 de diciembre

Héctor y el Vato están fumando en el jardín, después de tocar en la fiesta navideña de la familia Posadas Rico. El Vato tiene varias copas de más, quiere que Héctor lo lleve a su casa. En un segundo el Vato cae al piso, vomitando.

‒¿Qué haces wey? No mames, levántate.

Le quita el saxofón y lo levanta del brazo. El Vato vomita un poco más y se tambalea. El dueño de la fiesta, el jefe Posadas Rico, se acerca. Héctor lo ve venir y piensa: Otra vez no nos van a pagar, chale. Posadas Rico señala la fiesta y les habla con cara de enojado, gesticulando. Enseguida se excusa y regresa con sus invitados. Héctor recibe un solo billete que guarda en su bolsillo y arrastra al compadre borracho hacia el coche.

‒Ámonos. Al menos soltó pa la gas.

Héctor arranca. Toman el camino de la enorme casa y giran a la derecha, por una carretera oscura y estrecha. Maneja y bosteza. Abre la ventanilla para que le dé el aire fresco. Le molesta el golpeteo que hace el viento. Ya no ve luces más que a lo lejos. Enciende el radio bajito pero no le gusta la canción. La quiere apagar pero no acierta al botón. Pestañea y siente el impacto de algo duro que rueda bajo el coche. El volante se descontrola. Aprieta fuerte el freno y el Vato vuela partiendo el parabrisas con su cabeza. Pestañea y Héctor sale despedido también.

Está en el piso. Huele a tierra seca y a gasolina. No se puede mover. Siente su cuerpo dolorido, ve el cuerpo del Vato panza abajo, con la cabeza llena de sangre y los brazos abiertos. Está muerto ¿O estaré muerto yo?

Domingo 27 de diciembre

Héctor abre un ojo y mira hasta donde alcanza. El Vato sigue igual. Héctor tiene sed y le duele el cuerpo. Siente unos pasos que comen tierra yerma. Un viejo con cara de mapa se agacha, lo oye respirar. Saca de su morral una jicarita. Le abre un poco la boca y echa un chorrito de agua.

Héctor traga.

El viejo sonríe y muestra pocos dientes. Le da una palmada en el pecho y se va. Héctor parpadea un par de veces y se queda dormido.

Despierta en una choza de piso de tierra y techo de palma. Hay un fogón encendido detrás de su cabeza y a un lado el viejo sentado, mascando algo.

El viejo se acerca a Héctor, le sonríe y le vuelve a dar agua en una jicarita. De su bolsa saca una bolita negra, la mastica un poco y luego se la pone en la boca a Héctor. Lo agarra de la mandíbula para hacerlo masticar, le tapa la boca y la nariz para hacerlo tragar. Héctor traga como reflejo.

Se vuelve a dormir.

Sueña que está de pie, en la fiesta navideña. Y luego, parado en el desierto, perdido, caminando para todos lados y sin poder salir. No hay nada ni nadie, sólo montañas y desierto. ¡Hijo, hijo! ¿Dónde estás? ¡Fran! ¡Fran!

Hijo perdóname. Tuve un accidente y no sé bien dónde estoy. Hay un viejo ayudándome. ¿Será dios? Dicen que puede llegar en cualquier forma. Pero no puedo hablarle, le pedí que te llamara y te dijera que estoy vivo, que en cuanto me recupere volveré a buscarte.

Escucha el eco. Llora.

CODA

Ochocientos treinta y dos sábados después

Fran ya tiene veinticuatro años. Está en la bicicletería. Suena su teléfono y atiende.

‒Hola, qué onda. No, no, estoy esperando que terminen de arreglar mi bici, sí, ajá.

Sin interrumpir su llamada le contesta al bicicletero señalando un clásico negro.

Fran levanta la mirada y el bicicletero le pregunta con un gesto si quiere sentarse.

‒Sí, claro, es esa bici, la que me regaló para aquella Navidad. Bueno, algunas partes.

Fran se acomoda los lentes oscuros y cambia de mano el teléfono. Caminando hacia la esquina, se sienta en el cordón de la vereda.

‒Pues sí pero ya sabes, como niño no entendía por qué me dijo que mañana venía y no apareció nunca más. Lo odié hasta que un día me di cuenta de que me había olvidado de él. ¿Y qué crees? Que mi pinche jefe decidió volver de la muerte. Jaja, sí, la semana pasada.

‒Dice que tuvo un accidente y que se quedó en el desierto mucho tiempo con un viejo que no hablaba una palabra de español y no sé qué tanto. Quién sabe.

Con el teléfono aún en la mano, se mueve sin alejarse.

‒¿Y qué le voy a decir? Me reí y le dije, y ahora pa qué … El caso es que quiere verme, que tengamos una relación, qué se yo. Oye, me voy, me están llamando que ya está mi bikla. Cámara wey. Nos topamos.

El bicicletero le entrega un paquete con las partes que le quitó a la bici, envueltas en periódico. Héctor las toma y ve una foto de su padre joven, lee la noticia: Oficial de Aduana misteriosamente asesinado en operativo antilavado.

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