Trump, Biden y el neopatrimonialismo en Estados Unidos
De cara al regreso de Trump a la Casa Blanca, entender la verdadera anatomía de su gobierno –y su proyecto político– es una tarea de mayor importancia. Sobre todo en la medida en que ésta ha sido malentendida y/o deformada adrede, ante todo por los círculos liberales con tal de sólo demonizarlo o pretender que la forma de Estados Unidos que facilitó su auge −el país del neoliberalismo rampante, la desregulación y las guerras sin fin− no ha sido tampoco su responsabilidad (t.ly/uz661).
Así, por ejemplo, a pesar de una prolífica narrativa del “fascismo”, sus conflictos con la administración pública eran en gran medida personales, no programáticos, productos de su estilo autocrático sui generis y de su incomprensión de las fronteras entre los intereses del Estado y los de su familia en torno a la cual giraba −y sigue girando− su proyecto. En este sentido, éste no tenía nada que ver con la radicalización de los cuadros que dio la forma a los regímenes fascistas de entreguerras con los cuales Trump ha sido comparado a menudo, incluso en el marco de las elecciones recientes (t.ly/sg_av).
Trump no tenía ni tiene una organización ni partido de masas y no ha sido producto de un clima de la “radicalización total” en el que surgieron los fascismos (t.ly/JCSOT), sino de una cultura política dominada por el dinero, el espectáculo y una “organización familiar” cuyo arco se extiende desde la herencia millonaria de su padre hasta el velar por los intereses inmobiliarios de su hija y su yerno en la arena internacional. Así, su gobierno era más bien −y será nuevamente− una especie de “gobierno patrimonial”, en el sentido de Max Weber, pero con el liderazgo carismático característico del bonapartismo del siglo XIX (t.ly/9SfZs).
En la conocida descripción de Weber, “el gobierno patrimonial” −manejado como un hogar, con poca distinción entre los intereses públicos y privados del líder–, carece de la separación burocrática entre la esfera “privada” y la “oficial”. La administración política se trata como un asunto puramente personal del gobernante, el poder político se considera parte de su propiedad, que puede ser explotada, y la relación entre sus funcionarios y el líder no indica un compromiso impersonal con el Estado, sino “la lealtad de un servidor basada en una relación estrictamente personal” (M. Weber, Economy and Society, 1978, p. 1028-1029).
Ha sido en este sentido que para Trump la oficina de la presidencia era un “hogar”, con poca o ninguna distinción entre los intereses públicos y privados del gobernante. Esto hacía que algunas de las características principales de su régimen −el exceso personalista arbitrario o el nepotismo rampante− fueran inteligibles o malinterpretadas como “fascistas”. Esto explicaba también la conflictividad interna de su gobierno, cuyo eje principal no era la lucha entre “un presidente autoritario/fascista” y los defensores de la democracia, sino entre Trump-pater familias y los defensores del Estado burocrático y su lógica “oficial”.
Si bien Joe Biden y su administración vinieron explícitamente para salvar las “normas democráticas” en Estados Unidos, lo que en realidad prometían restablecer −dado que Trump nunca ha intentado abolir la Constitución ni llevar a cabo su propio Gleichschaltung− era más bien esta división entre los intereses públicos y privados de un líder. Pero igualmente, como en el caso de la política exterior que mejor se entiende en términos de la continuidad, sin corte entre las dos administraciones (t.ly/nqTpA), la lógica patrimonial era también propia para la administración bidenista denotando que se trata de una faceta sistémica en Estados Unidos, de modo parecido a que el bonapartismo es el tipo del régimen preferido allí, independientemente de quien gobierna (D. Losurdo, Democracy and Bonapartism…, 2024, p. 291-295).
Así, el círculo íntimo de los asesores más cercanos de Biden siempre ha sido conformado por su familia: su esposa Jill, su hijo Hunter y su hermana Valerie. Y han sido igualmente siempre los intereses de la familia −al igual que en el caso de Trump−, que motivaban muchas de sus decisiones incluso desde sus tiempos de vicepresidente (por ejemplo, respecto a China o Ucrania, donde su hijo hacía negocios), sólo con esta diferencia: que Biden lo hacía con menos fanfarronería y tratando de guardar las apariencias.
Y si bien todo esto se reflejaba también en el marco en el que los medios hablaban de los dos clanes: en el caso de Biden, de “una familia llena de amor”, y en el caso de Trump, de “una familia gansteril”, todo el escaparate se cayó la semana pasada cuando el presidente decidió, usando las prerrogativas extraordinarias del Ejecutivo −y después de haber prometido y mentido siete veces que no lo iba a hacer−, indultar a su hijo, Hunter Biden, que esperaba este mes las sentencias de cárcel en dos casos penales: uno relacionado con posesión de armas y consumo de drogas y otro por evasión fiscal de más de 1.4 millones de dólares (t.ly/vdWsj).
Con esto, Biden −apelando a las supuestas “motivaciones políticas” de estas condenas y la persecución por parte de Trump y los trumpistas−, dejó en claro que, igual que su predecesor/sucesor, no comprende la diferencia entre las responsabilidades hacia su oficina y las responsabilidades hacia su familia (t.ly/ Sl4Ho). Y completó así el proceso de su “trumpificación”, cerrando en efecto, al final de su mandato, la poca brecha que quedaba entre él y Trump (t.ly/ SHgki). Trump, que fiel a su verdadera anatomía, entre varias nominaciones de su nuevo gobierno patrimonial ya nombró a un suegro de una de sus hijas como asesor principal en asuntos árabes y otro de la otra −que de hecho ya había indultado en 2020 en un caso de evasión fiscal−, como embajador en Francia.