El último lector | Mis tardes con Teresa / Rael Salvador
Por las tardes solía pasar por La Jornada, dos ejemplares, y me dirigía a casa de Teresa. Le ofrecía uno de los periódicos y, cómodos en su sala, empezábamos la fiesta de la palabra: diálogos que abríamos en los libros y que terminábamos compartiendo en esas horas que nos regalábamos.
Teresa, a sus muchos años, era una gran lectora. Las frecuentes relecturas de las obras de Dostoievski, Tolstói y Kazantzakis le habían agudizado los sentidos, ofreciéndole una fertilidad pedagógica, un discurso estético y la templanza para ver en los libros algo más que un entretenimiento intelectual.
Teresa de Monroy fue madre Carlos Mongar, quizá el poeta de mayor estatura que ha ofrecido esta parte del planeta. Si a alguien tengo que agradecer los discursos más incendiarios, pletóricos de antorchas literarias y detonaciones épicas, tejidos con los hilos más finos del misticismo oriental, seguidos de la gran tradición filosófica que desató Voltaire, Kant, Hegel y Marx…
De Mongar recibí siempre obsequios gratos: Céline y Miller, Camus y Sartre, Cioran y Bukowski… Una constelación de escritores que, sin agotar la tradición de los Malditos –Rimbaud, Baudelaire, Artaud, etc.–, figurarán siempre entre la melancolía de lo sagrado y lo prohibido.
Teresa admiraba el trabajo literario de su hijo. Lo citaba sin desvelo y, para reafirmar cada uno de los comentarios o referencias, sacaba algunas de sus cajas donde los recuerdos eran una ordenada bancada de recortes de periódicos, apuntes a mano, ediciones por armar y fotografías impresas: escritos todos ellos por el poeta Mongar, el reseñista Mongar, el ensayista Mongar y el articulista Mongar.
Eran los 80 y los 90, modos donde la amistad y transmisión de saberes correspondía a otro modelo o manera de llevarlo a cabo: las cartas manuscritas o a máquina (privándose de la elegancia de la caligrafía), los envíos de cajas repletas de libros, seguidas de llamadas de larga distancia (a México), quedando de vernos en Navidad, en Semana Santa o el verano próximo.
Mientras, en la sala de su casa, en Ensenada, Teresa y yo desplegábamos la historia de su vida: un joven poeta de pelo largo, como estrella de rock, dirigiendo sus dominios a India, Francia o España, a Grecia o Inglaterra –donde ofreció talleres de literatura y, una tarde de gallery, la fortuna le concedió la belleza de conocer a Henry Miller–, o a Puerto Rico, donde Teresa perdió a su más bella y escultural nuera…
Lo mismo que con Teresa, con Mongar me unieron autores tan disímiles, donde lo mismo podría encontrar uno a Ken Wilber, Alan Watts o Stanislav Grof, que a Octavio Paz, Thomas Mann o Henri Lefebvre… Tenía, después de la de Sergio Gómez Montero, la biblioteca particular más selecta de la región (miles y miles de ediciones no convencionales).
Carlos puso en mis manos el misterioso libro de “Pachita”, de la serie Los Chamanes de México (UNAM, Instituto Nacional para los Estudios de la Conciencia, 1990), del investigador Jacobo Grinberg-Zylberbaum, desaparecido misteriosamente en el Tíbet. Todavía recuerdo el rostro de Mongar, en ese tiempo director de la revista del Conacyt, cuando la Interpol lo entrevistó para saber el paradero de Grinberg, pues como su editor él había sido una de las últimas personas con las que mantuvo contacto. Todo un caso para la agudeza del Padre J. Brown, viejo zorro de las investigaciones psicológicas.
Esas tardes con Teresa aprendí a observar el oficio sensible de una madre que amó de manera intensa a su hijo, poeta excepcional y ensayista de genio, quienes intercambiaron –progenitora y vástago– los papeles más importantes de una formación recíproca: la templanza libresca.
Lúcida y fuerte, de sonrisa cariñosa y juicios severos… los diálogos de amenidad de Teresa refrendan grandeza a la humanidad, cuando lo familiar asciende a la categoría de arte.
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