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Opinión

Tenochtitlan: la batalla sigue / Pedro Miguel

Por: Pedro Miguel

A 500 años, la capital de los aztecas sigue ardiendo. Guerras mucho más recientes han podido enfriarse en los ánimos de generaciones posteriores para dar paso a la reflexión, la investigación puntual y serena, y la construcción de consensos históricos: hoy pocos se atreven a negar que el Tercer Reich se ganó a pulso su destrucción total o que el régimen de Vietnam del Sur merecía desaparecer. Pero el fuego de la conquista de Mesoamérica permanece vivo en un debate ideológico que no es producto de un empecinamiento académico de las partes ni simple encontronazo de orgullos étnicos o reivindicación de ancestralidades contrapuestas; la discusión tiene implicaciones reales y trascendentes en la época contemporánea porque sigue viva la conquista como práctica de Estado.

Hace unos días la revista Letras Libres publicó un artículo de Guillermo Serés titulado «Hernán Cortés en su laberinto» que la publicación resume en un sumario: «Hombre de acción, pero también lector reflexivo, defensor de una causa de la guerra justa que servía para exculpar la dominación imperial, impulsor de un Estado moderno, Cortés tuvo una vida extraordinaria y laberíntica, y para entenderla debemos situarla en su contexto histórico». Es una buena síntesis del texto, aquejado por severos dislates históricos en los que no vale la pena detenerse como no sea para escandalizarse ante la pobreza de conocimientos de quien lo firma y se desempeña nada menos que como director del Centro de Estudios de la América Colonial, con sede en Barcelona.

El artículo presenta a Cortés como guerrero ilustrado, como un cruzado casi místico del catolicismo y del imperio español, barajando ideas de la época para explicar que el conquistador llevaba a cabo, al menos en su cabeza, una «guerra justa»; omite, en cambio, las motivaciones reales de éste y de los otros participantes en la invasión de Mesoamérica: honor, gloria y fortuna. Afirma que Cortés creó «el Estado moderno» en las tierras invadidas, en las cuales permitió la aplicación del «ideal político romano de la España de Carlos V». Oh. Pero los romanos solían respetar lenguas, creencias religiosas y cultura de los conquistados.

Del genocidio y el saqueo sólo una alusión: son parte, asegura el autor, de «la leyenda negra a la que tanto contribuyó Bartolomé de las Casas, cuyos hiperbólicos denuestos fueron tan bien recibidos por países europeos, rivales entonces de España».

Disneylandias aparte, los hiperbólicos denuestos tienen base sólida: en formas tanto deliberadas como involuntarias (masacres, condiciones brutales de explotación en minas y encomiendas, desplazamientos masivos forzados, introducción accidental de virus y ruptura generalizada de las formas de vida tradicionales), la invasión y la colonización de Mesoamérica liquidaron, en ocho décadas, a más de 90 por ciento de la población originaria (citado en https://is.gd/yHjx8H).

Otra línea argumental justificatoria de la conquista es que los pueblos sojuzgados por el poderío tenochca estaban hasta el copete de sus opresores y que la invasión europea fue, en lo fundamental, una magna sublevación indígena. Puede ser, pero el hecho es que Cortés y los suyos la convirtieron en una aniquilación política y cultural de los sublevados, los cuales no se salvaron de caer bajo otra opresión, más devastadora que la azteca. Ninguno de los avances introducidos por el virreinato justifica la imposición violenta de una religión, la reducción de las poblaciones a una esclavitud virtual o la destrucción de todas las ciudades de Mesoamérica.

¿Conquista es conquista? No; hay grados: en la (re)conquista del Andalus los cristianos españoles no demolieron la Alhambra de Granada, la Mezquita de Córdoba o el Alcázar de Sevilla; los omeyas y los otomanos respetaron la iglesia del Santo Sepulcro, en Jerusalén, y Santa Sofía, en Estambul, y después de tomar París los nazis no fundieron el hierro de la Torre Eiffel para hacer tanques de guerra. Aquí los conquistadores se comportaron como habrían de hacerlo muchos siglos después el talibán afgano, que acabó a cañonazos con las estatuas milenarias de Buda en Bamiyán; o el Estado Islámico en Siria, cuando destruyó edificaciones romanas en Palmira; todo, ante la mirada horrrorizada de ese Occidente de valores romanos y estados modernos.

Las ruinas de Tenochtitlan siguen ardiendo no por reivindicaciones anacrónicas de razas o culturas contrapuestas, sino porque hoy permanecen activos el racismo, el clasismo y el despotismo –ilustrado o no– que se incubaron tras su caída, en la dominación colonial, y porque quienes se empeñan en justificar y glorificar a Cortés y a su ejército suelen ser los mismos que legitiman intervenciones extranjeras, ya no en nombre de Dios y del rey, sino de la democracia, del ambientalismo y hasta de los derechos humanos.

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