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Opinión

Salman Rushdie: lección propicia para perros y fanáticos

Por: Rael Salvador

El escritor Salman Rushdie, nacido en Bombay, India —con ciudadanía británica, quien en la actualidad cuenta con 75 años—, fue apuñalado por las huestes de la intolerancia, violencia explícita —emanada de una subjetividad vergonzante—que en su seno confunde la ficción con su propia ficción: la fanática, contrapuesta a la literaria.

Rushdie publicó “Los versos satánicos” en 1988, una novela que salpica de ironía caricaturesca la religión islámica. Un año después, el 14 de febrero de 1989, el ayatolá Jomeini —en aquel momento, líder político y espiritual de Irán— emitió la dureza de la “fatwa”, edicto que pide la muerte del autor por blasfemia.

Los desplantes del protagonista de la narración, Gibreel Farishta —que emula al Ángel Gabriel de «El Corán»—, están suscritos al desenfado y la broma desde el inicio de la novela: «Para volver a nacer —cantaba Gibreel mientras caía de los cielos, dando tumbos— tienes que haber muerto. ¡Ay, sí! ¡Ay, sí! Para posarte en el seno de la Tierra, tienes que haber volado. ¡Ta-taa! ¡Takachum! ¿Cómo volver a sonreír si antes no lloraste? ¿Cómo conquistar el amor de la adorada, alma cándida, sin un suspiro? Baba, si quieres volver a nacer…»

La muestra es patente: juegos de estilo sobre lo sagrado y el resto de los capítulos es la persistencia agudizada del escritor sobre el tema: «la relación entre lo secular y lo religioso —en palabras del escritor Efraín Trava, que vale la pena citar a profundidad—. La relación asentada en la incomprensible paradoja de la existencia del otro. El uso de discursos que sólo son entendidos de manera parcial por la contraparte. La lucha de clases culturales en dos niveles simultáneamente: el nivel doméstico, es decir, el de los países como Afganistán, Pakistán, Irán, India, Egipto, que establecen, a través del campo religioso, una clase dominante que impone normas tanto políticas como sociales. Y por el otro
lado, el nivel internacional occidental en el que se intenta —si bien no con mucho éxito— crear un espacio para la diversidad cultural. Las relaciones de poder involucradas son complejas: la resistencia religiosa establece una postura primordialmente defensiva en el campo doméstico, en el mundo musulmán»

Todo lo demás lo podemos encontrar en las memorias de “Joseph Anton” (libro donde Rushdie reflexiona sobre la amenaza de muerte), y esta mañana —en una frustrada conferencia en New York— en el cuerpo de Rushdie se acaba de escribir un capítulo faltante, no el final.

Después de 34 años —y la oportunidad generacional de discutir el tema (el libro circula en México desde su publicación a finales de los 80—, el siglo XXI, más allá de los espectros de su rubro digital, persiste en hacer de la sobrevivencia humana la tristeza de la fragilidad: pandemias, latrocinios, guerras, violaciones, feminicidios, crímenes… y su caro cortejo de obsolescencias éticas que le acompañan.

Si en el escatológico juego de la vida sólo existe el “Bien” y el “Mal” —esa “filosofía moral” en blanco y negro, propicia sólo para perros y religiones—, la confusión de lo “justo” con lo “injusto” —y viceversa— continuará inclinando la balanza hacia la desesperanza sin atributos y ponderando los oficios, como lo es la escritura de novelas, en un riesgo potencial de muerte.

¿En manos de quién están los fanáticos de todo orden y de todo orbe? ¿No son ellos mismos la puñalada visible de la educación impartida mostrando nuestro propio fracaso? ¿Qué giro psicótico torna el acuartelamiento y la clandestinidad de otros escritores —pienso en Roberto Saviano, después de “Gomorra”— en igualdad de circunstancias?

Lo ha precisado con claridad Efraín Trava: «Rushdie, a través de Los versos satánicos, intenta crear un panorama en donde las dificultades de este proceso de negociación salten a la vista. El esbozo de diferentes perspectivas del problema da pie para considerar que cualquier lucha entre culturas, que se da en los términos de la intolerancia, es en sí misma destructiva»
Un mundo donde no se pueda expresar la libertad de pensamiento —siempre mediado por las diversas interpretaciones de la acción en ficción, religiosa o no, ideológica o no, literaria o no— será un ensalmo agusanado que ahoga su prédica en el vómito de su propia sangre: un mundo quejumbrosamente mudo.

raelart@hotamil.com

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