ROMPECABEZAS | Trump y el regreso del Departamento de Guerra
“Dos países, dos versiones y una misma frontera”
Donald Trump, nunca tímido con los símbolos, anunció que este viernes firmará una orden ejecutiva para renombrar al Pentágono. El Departamento de Defensa pasará a llamarse —al menos de manera provisional— Departamento de Guerra, bajo el mando de Pete Hegseth. No es un capricho aislado: es un mensaje. Trump quiere subrayar que su política exterior y de seguridad ya no se limita a resistir amenazas, sino a proyectar fuerza, incluso sin el respaldo de leyes internacionales o el Congreso.
El cambio no es sólo semántico. Es un guiño a 1947, cuando Harry Truman decidió fusionar las fuerzas armadas bajo el “Establecimiento Militar Nacional” y, poco después, renombrarlo como Departamento de Defensa. Esa transformación respondía a un mundo bipolar, donde la contención era la estrategia dominante. Trump, en contraste, quiere un lenguaje de ataque: “Como Departamento de Guerra, lo ganamos todo”, dijo con la típica grandilocuencia que traduce su visión del poder militar.
La orden ejecutiva, la número 200 de su presidencia, permitirá usar el nombre en comunicaciones oficiales y autoriza a Hegseth a llamarse “secretario de Guerra” en lo que el Congreso decide si hace permanente el cambio. El Pentágono, según filtraciones al Wall Street Journal, había estudiado esta idea desde los primeros días de Trump en la Casa Blanca. Ahora, a mitad de su segundo mandato, el presidente republicano la convierte en bandera: del “America First” al “America at War”.
De la tómbola al plomo: militares contra narcos
El simbolismo se complementa con la acción. El New York Times, en un artículo de Charlie Savage, documenta el episodio inédito: Trump ordenó al ejército estadounidense destruir un barco en el Caribe, donde supuestamente viajaban narcotraficantes. Sin proceso judicial, sin pruebas públicas, sin Congreso. La instrucción fue clara: matar a bordo.
Expertos en derecho internacional señalaron que se trata de un precedente peligroso: convertir un delito ordinario en un acto de guerra. Bajo las normas policiales, se arresta a sospechosos y se les procesa. Bajo las normas bélicas, se elimina al enemigo a simple vista. Trump, al calificar a los cárteles como “terroristas”, trasladó el narcotráfico al terreno de los conflictos armados. Y eso significa que cualquier presunto narco, incluso de bajo nivel, puede ser tratado como combatiente.
La administración defiende la decisión con el argumento de la “amenaza inminente” a la seguridad nacional. Pero analistas y legisladores disienten: no había peligro directo contra Estados Unidos, ni existía autorización del Congreso. En la práctica, se trata de un uso extrajudicial de la fuerza letal, comparable a las operaciones antiterroristas que George W. Bush y Barack Obama desplegaron contra Al Qaeda, pero con una diferencia esencial: entonces el enemigo era un actor armado que había atacado a EE. UU.; ahora, son contrabandistas caribeños, sin guerra declarada de por medio.
Marco Rubio y la diplomacia del misil
La gira centroamericana del secretario de Estado, Marco Rubio, sirvió para reforzar este nuevo lenguaje bélico. En Quito, Ecuador, se reunió con el presidente Daniel Noboa y dejó claro que Washington seguirá identificando y matando narcotraficantes extranjeros sin pedir permiso a sus países de origen.
La frase es lapidaria: “Nos van a ayudar a encontrar a estas personas y a volarlas por los aires, si es necesario”. No perdamos de vista el matiz que le da el canciller Rubio al señalar que, si se trata de “naciones amigas”, bastará con su cooperación. Pero el mensaje es inequívoco: Estados Unidos se reserva el derecho de ejecutar objetivos en territorio extranjero, bajo la narrativa de la “guerra contra las drogas”.
Esto abre una caja de Pandora diplomática. Si México, Colombia o Ecuador aceptan esta doctrina, estarían validando una injerencia directa en su soberanía. Si la rechazan, se arriesgan a ser calificados como “no cooperativos” y enfrentar represalias. Trump y Rubio han convertido el narcotráfico en un frente bélico global, con Washington como juez y verdugo.
El problema es que el derecho de guerra no puede aplicarse a delitos comunes sin crear un vacío legal peligroso. Si los presidentes empiezan a tratar criminales como combatientes, se borran las líneas entre justicia y guerra, entre policía y ejército. El resultado: ejecuciones arbitrarias, errores fatales y un deterioro de la legitimidad internacional de Estados Unidos.
Trump promete que, como “Departamento de Guerra”, se “ganará todo”. Pero ganar a costa de erosionar la legalidad no es victoria: es un salto al vacío. Lo que se plantea no es solo un cambio de nombre, sino una redefinición del orden jurídico que limitaba al poder militar. En tiempos de paz, disparar primero y preguntar después no es defensa: es abuso.
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