Rompecabezas | Trump, candidato de la “paz” que sueña con Oslo y persigue migrantes con soldados en Chicago
Donald Trump quiere la paz… pero con escolta.
Mientras sueña con un Nobel de la Paz, su discurso sigue armado hasta los dientes. Desde la Casa Blanca, el expresidente estadounidense ha vuelto a poner sobre la mesa su visión de “orden” nacional: enviar la Guardia Nacional a Chicago y Portland, declarar a Antifa como “organización terrorista extranjera” y encarcelar a alcaldes demócratas.
Todo ello, en nombre de una cruzada moral que, paradójicamente, lo acerca más a un César romano que a un pacifista sueco, aun cuando presuma su participación en la construcción del acuerdo sobre Oriente Medio, que lo coloca al borde de un importante logro diplomático, pues el cese del fuego es la prueba definitiva de su objetivo autodenominado de negociador y pacificador…
En paralelo, una cuarta parte del FBI —3,000 agentes— ha sido desviada de sus labores originales para reforzar la persecución migratoria junto con el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE). Es el retrato de un gobernante y un país que redefine la seguridad nacional en clave xenófoba y donde los migrantes —en especial los mexicanos— se convierten en la coartada perfecta para justificar la represión interna.
Trump no solo busca votos: busca redención histórica. La narrativa de “orden, frontera y fe” es su mejor carta ante un electorado polarizado y una justicia que lo persigue. A falta de victorias diplomáticas reales, intenta imponer la idea de que la “paz” se alcanza neutralizando enemigos —internos y externos—.
El anuncio de su posible nominación al Premio Nobel de la Paz llega justo cuando más se intensifica su retórica bélica doméstica. En su universo político, no hay contradicción: la paz se impone, no se negocia. Lo que en otro líder sonaría a ironía, en Trump es doctrina. Y aunque los suecos no premian estrategias electorales, el exmandatario busca colocar su nombre en el mismo párrafo que Obama o Carter, aunque su manual sea más de guerra que de diplomacia.
En Chicago y Portland, dos ciudades gobernadas por demócratas, su despliegue de tropas tiene un claro componente simbólico: son laboratorios del discurso anti izquierda, pero también un mensaje a los estados fronterizos. Trump insiste en que el país está “bajo invasión interna” y que los migrantes son parte de esa amenaza. La criminalización del migrante vuelve a ser su carta fuerte, pero ahora con respaldo del FBI y una narrativa que mezcla patriotismo con paranoia.
Lo que se esconde tras la aparente cruzada por la “seguridad” es una maniobra para vaciar de contenido las instituciones que históricamente contenían los excesos del poder federal. La reasignación masiva de agentes del FBI hacia tareas migratorias no solo reduce la capacidad de investigación criminal, sino que convierte a la agencia en brazo operativo del discurso político. Trump no solo redibuja las prioridades de la justicia; las pone al servicio de su candidatura.
Mientras tanto, los mexicanos en Estados Unidos vuelven a ser los peones de su tablero. En su discurso, la frontera es un espejo donde proyecta todos los miedos del votante blanco promedio: el desempleo, la violencia, el caos. Lo que ignora es que esos mismos migrantes sostienen sectores enteros de la economía estadounidense: la agricultura, la construcción, los servicios. Pero el cálculo político de Trump no busca verdades, sino enemigos útiles.
El expresidente que quiere la paz es el mismo que amenaza con desplegar tropas contra su propio pueblo.
Si el Nobel de la Paz se entregara por capacidad de dividir, Trump sería el favorito.
Su versión de la paz no es un ideal, sino un arma política de doble filo: una paz que excluye, que castiga y que se proclama con un megáfono militar. Los suecos deberían tomar nota: en este tablero, Trump no juega ajedrez diplomático, juega póker con granadas.
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