Presidenta con ‘A’. Sobre la importancia de nombrarnos en femenino
Digamos que en nuestra lengua, verbalmente no es muy difícil insertar una ‘a’, para indicar el género femenino en cualquier sustantivo que termine en ‘o’, o en ‘e’; y que gramaticalmente desde el prescriptivismo lingüístico, tampoco sería una “desviación” del lenguaje. Ejemplo de ello, es el uso común de: empleado-empleada, maestro-maestra o jefe-jefa. Sin embargo, a pesar de la nada difícil tarea de intercambiar una vocal por otra, en congruencia con el sistema fonológico del español, aún podemos escuchar a mujeres referirse a sí mismas como: “arquitecto”, “abogado”, “ingeniero”, “médico” o “músico”. El uso insistente de la forma masculina, para que las mujeres se refieran a sí mismas, en algunas profesiones, no está ligado al sistema gramatical, en sí, sino a una invisibilización de nuestra presencia en el entorno laboral, donde anteriormente había una ocupación predominantemente masculina.
La Doctora Claudia Sheinbaum ha solicitado desde que fue reconocido oficialmente su triunfo electoral, ser llamada ‘Presidenta, con ‘A’. Y no han sido pocas las reacciones, entre críticas y burlas a esta pequeña solicitud lingüística para acompañar un cargo tan importante. Solo fue necesario que 75 hombres presidieran la dirigencia de nuestro país, para que una mujer pudiera asumir, finalmente y tras el voto electoral, ese cargo. Los argumentos que se han intentado utilizar en contra, de llamarle a Sheinbaum, Presidenta, se basan en conjeturas gramaticales superficiales, puesto que si podemos pronunciarlo, no habría fundamentos para no hacerlo. Se trata en cambio, de resistencias a la presencia femenina en dicho cargo y a que lingüísticamente sea reconocida como tal. Como si tuviéramos que ceñirnos a la denominación masculina de un puesto tradicional e “inherente” a dicho sector.
El evitar cambiar el género gramatical al ser nombradas como profesionistas en algunos ámbitos, no estriba en que la lengua, en sí, no lo acepte, pues la lengua no es un ente fijo y rígido, ni tampoco tiene agentividad, ni voluntad propia. Como hablantes de una lengua, somos co-partícipes de su creación, y como tales, nos representamos a través de ella. El temor real es incomodar a un sector de la sociedad que se siente amenazado.
Habrá quienes argumenten que no tienen ningún problema para nombrar en masculino profesiones que finalizan en ‘a’ como ‘un dentista’ o ‘un policía’, y que entonces, quienes promovemos y aceptamos los cambios lingüísticos que feminizan otras ocupaciones, somos hiper-sensibles, obedecemos a “modas”, o solo buscamos la “corrección política”. Aclaremos que las profesiones cuyas palabras que por su origen etimológico griego, finalizan en ‘a’, no se perciben como problemáticas dado que tradicional e históricamente han sido ejercidas por hombres. Es decir, no se requiere una representatividad lingüística, ni la visibilización del sector masculino en dichos oficios. En cambio, solo hasta muy recientemente, y tras varias luchas colectivas, las mujeres hemos dejado atrás como únicos roles, aquellos del hogar y la maternidad, entre otros roles impuestos y jerárquicamente subordinados. He ahí, la importancia de ser nombradas.
Quienes nos dedicamos al estudio del lenguaje, insistiremos en señalar que la lengua es tan solo un instrumento de comunicación que hemos creado colectivamente para compartir información, negociar, discutir, aprender, pero sobretodo para construir. Y lo que construimos a través del lenguaje son realidades. Entre ellas, realidades sociales, a través de las cuales, reproducimos relaciones de poder históricamente fijas: roles masculinos dominantes que, para sostenerse, requieren de grupos subordinados en los que se ha ubicado a mujeres, infancias, personas ancianas, y a quienes transgreden géneros y sexualidades hegemónicas. Las fuerzas conservadoras confrontan cualquier transgresión a ese sistema de jerarquías, para ejercer resistencia ante los cambios que las desestabilicen. Por esto, no es de extrañar que existan personas que defiendan los usos tradicionales de la lengua, puesto que no protegen a la lengua en sí; sino a las estructuras de poder que pierden espacios a medida que otras realidades se hacen presentes.
Si aún quedan dudas sobre por qué es importante nombrarnos en femenino, enfaticemos: Para hacer visibles nuestros esfuerzos colectivos por colocarnos en profesiones tradicionalmente dominadas por el gremio masculino. Porque al nombrarnos, transgredimos estereotipos de género establecidos y retomamos espacios de representatividad y poder para nosotras mismas. Pero también, por una congruencia sociolingüística que demanda que la lengua sea actualizada, a la par de los espacios que comunidades minoritarizadas e invisibilizadas reclamamos. Es decir, para hacernos presentes, también, a través del lenguaje.
Algo estamos haciendo mal, si causa más indignación el reconocimiento de lo femenino y lo no-binario en el lenguaje, o que no cuestionemos la imposición del masculino como denominador genérico. Algo estamos haciendo mal, si aún se utiliza como referente a la Real Academia Española para promover la no-movilidad de la lengua, y en cambio, no reflexionamos críticamente sobre su eterno rol legitimador de una “normatividad lingüística” inexistente.
Es sintomático, de nuestra renuencia al cambio social, que estemos creando manuales de lenguaje incluyente para sustentar formas alternas de nombrarnos. Es indicador de cuán poco confiamos en las propuestas que emanan del uso cotidiano y de los activismos lingüísticos que surgen desde las colectividades disidentes. De ahí, que es importante que no dejemos de nombrarnos, pronunciarnos y representarnos para seguir siendo cada vez más visibles, aún con las resistencias estructurales que emanan de las fuerzas conservadoras del poder.
“Lo que no se nombra, no existe”, es un lema común entre los colectivos disidentes contra el lenguaje hegemónicamente masculino. Sigamos gestando nuestro existir y los espacios que tomamos, con cada enunciación. Y sin temor, ni duda pronunciemos: Presidenta, con ‘a’.