Pecados de origen del credo tecnocrático / María Elena Álvarez-Buylla Roces* y Juan Carlos Martínez García**
El primero de junio de 1906 estalla en la mina de cobre de Cananea la huelga de más de 2 mil mineros, quienes exigían un salario equitativo y jornadas de trabajo más justas. El 2 de junio, soldados estadunidenses entran en territorio nacional para auxiliar a la policía rural porfirista en la represión de la protesta.
El 3 de junio se declara la Ley Marcial en Cananea, y una vez controlado el movimiento, con saldo de 23 muertos, 22 heridos y más de 50 detenidos, se reinician las actividades de la mina. Termina así la primera huelga en la historia de México y se inicia el fin del porfirismo. Los detenidos serían liberados en 1911 por el gobierno de Francisco I. Madero.
La huelga de Cananea simboliza el rotundo fracaso de la ideología positivista promovida entre la intelectualidad mexicana por Gabino Barreda (1818-1881), quien la introdujo en el país después de impregnarse, cuando estudiaba medicina en París, entre 1847 y 1851, de las ideas del filósofo francés Augusto Comte. Es justo este pensador galo quien postuló el concepto de tecnocracia, entendida como un gobierno científico, cuyo objetivo es el desarrollo de cada ciudadano.
El principio fundamental del positivismo está codificado en el lema Orden y Progreso, que proviene directamente de una frase de Comte y que fue adoptada por Díaz como dictado de acción a sus funcionarios. Como lo evidencia la huelga de Cananea, el porfiriato mantuvo el Orden mediante la represión brutal del disenso y el Progreso lo comprendió en términos del enriquecimiento de una élite oligárquica asociada a la dictadura.
Los positivistas de Porfirio Díaz, primeros tecnócratas mexicanos dignos de ese apelativo, validaron bajo el mando de su líder, el secretario de Finanzas José Yves Limantour, formado en la Escuela Nacional Preparatoria dirigida por Gabino Barreda, la emergencia de una economía centrada tanto en la explotación minera como en la puesta en marcha de nuevas industrias dependientes de la inversión extranjera. Esto se logró por la represión constante de trabajadores y campesinos y por la instrumentación de un sistema político dominado por la simulación y la corrupción.
No puede desligarse la primera incursión del pensamiento tecnocrático en México de la barbarie porfirista. El lema Orden y Progreso se tradujo en nuestro país en la fórmula Mátalos en caliente, con la que el imaginario popular definió la esencia íntima del porfiriato.
A los promotores del credo tecnocrático en México les desagrada que se les recuerden los orígenes de su ideología. Prefieren, en cambio, ser asociados con el movimiento liderado por ingenieros estadunidenses que en el apogeo de la Gran Depresión de la década de 1930 abogaron por la revisión de los sistemas políticos y económicos, de acuerdo con principios científicos rigurosos.
En esos tiempos nació el sueño tecnocrático: colocar la gestión de los asuntos públicos, particularmente la política económica, en manos de especialistas que alcanzarían tal honor gracias a sus credenciales y sus competencias. De esta manera, la gestión de lo público sería, supuestamente, ajena a los sinsabores y a los vaivenes de lo político. La realidad, sin embargo, muestra la imposibilidad de desligar la gestión de lo público de sus implicaciones políticas. ¿Cómo podría ser de otra manera? En un sistema democrático todo administrador de lo público es también un agente político. Pensar lo contrario es racionalmente insostenible.
Por ello, el sueño tecnocrático radica en una ideología profundamente antidemocrática que niega a los ciudadanos tanto la capacidad de decidir los modos de organización del Estado como la definición y realización de las políticas públicas. La tecnocracia confisca la representatividad popular al separar al pueblo de la supervisión política, de la gestión de lo que concierne al interés público.
En todo tiempo los responsables de la toma de decisiones de Estado, los representantes del pueblo en el caso de los regímenes democráticos, se han apoyado en el consejo de expertos. Nada más lógico. Esto ha sido particularmente cierto en lo que atañe a la administración económica y financiera. El experto le es necesario al Estado. Sin embargo, el credo tecnocrático, nutrido del pensamiento neoliberal, promueve la creencia de que la gran complejidad de los asuntos públicos hace indispensables a los expertos.
El tecnócrata sería entonces aquel experto que, entrenado en la complejidad de la gestión de lo público, es el único apto para tomar las decisiones en su ámbito. Esto garantizaría la eficacia administrativa y protegería los intereses del pueblo, según su credo. Desde esta perspectiva, el tecnócrata se piensa como legítimo. Esto se ha traducido, en la práctica, en alianzas de facto entre políticos, funcionarios y toda clase de expertos, los tecnócratas, a fin de sostener las riendas del poder real, haciendo a un lado al pueblo. Esta es la realidad, simple y llana.
En amplios sectores de la población, el fracaso del neoliberalismo en México ha despertado una desconfianza profunda y justificada en la tecnocracia y por ello encomendaron al nuevo régimen la tarea impostergable de eliminar la sujeción del poder político al poder económico. Esto pasa necesariamente por disolver la alianza entre agentes políticos, grupos de interés y tecnócratas enquistados en el Estado, si en verdad se quiere construir un régimen auténticamente democrático. El camino para lograrlo es claro: garantizar la transparencia de la articulación entre la toma de decisiones en la gestión de lo público, el actuar político y la legitimación de los saberes por parte de expertos. Además, es necesario garantizar el acceso universal al conocimiento científico y tecnológico, explicitando sus limitaciones y sus alcances reales, así como el papel fundamental de la incertidumbre, en particular en lo que atañe a la política económica y financiera.
Por último se requiere quebrar la hegemonía en México del credo tecnocrático. Para ello es necesario instrumentar un discurso de expertos emanados del pueblo, que desde sus instituciones y quehacer científico y tecnológico, bajo el cobijo del humanismo, garanticen resolver controversias, mediante el uso responsable y comprometido del conocimiento y distintos saberes, que permitan, en consecuencia, la emergencia de un saber colectivo y virtuoso, verdaderamente científico, garante del interés público y promotor ante todo del bienestar de la población.