Patadas de ahogado
Hace pocos días, el semanario Zeta dio espacio a un individuo llamado Leopoldo para despotricar abiertamente su odio contra la comunidad LGBTQ+ de Baja California. Este señor no solo expresó su aversión a que homosexuales, lesbianas y transexuales vivan sus identidades y sexualidades de forma libre, sino que también culpó a las autoridades locales por promover la inclusión de la comunidad LGBTQ+ en el espacio público.
En este texto no tengo la intención de convencer a seres llenos de odio como el señor Leopoldo de que me escuchen y acepten mi condición de homosexual, pues la intolerancia se enraíza en creencias y prejuicios muy difíciles de cambiar. Puede sonar contraproducente, pero lo mejor que puedo hacer es avivar aún más el fuego con mi palabra, hacer que el señor Leopoldo y otros seres infelices se consuman en las llamas de su propia cólera.
En esta era de polarización radical que hemos experimentado en los últimos años, con el declive de las democracias liberales y el ascenso de la ultraderecha en gran parte de Occidente, nos toca fortalecer las trincheras de la palabra, no para justificar o explicar por qué soy homosexual, sino para decir simplemente que lo soy porque así me reconozco y así me ha tocado vivir. Me afirmo como lo que soy sin más, sin necesidad de hallar otra razón que mi capacidad como individuo para decir con la mayor franqueza que soy homosexual.
Decía Juan Gil-Albert, en contra del ocultamiento que era la única realidad para las generaciones pasadas de la comunidad LGBTQ+: “Quien se oculta, se mediatiza, se ensombrece, se desfigura, se afea. Bien está el aislamiento, que profundiza y depura; mal la ocultación. […] Decir: yo soy, es el primer acto de virilidad personal y de pensamiento. Solo quien piensa sabe que es, y lo que es, por tanto”.
La nota del señor Leopoldo es un grito de desesperación, patadas de ahogado contra la gran transformación que ha experimentado la sociedad de Baja California en las últimas tres décadas. Hoy las personas de la comunidad LGBTQ+ contamos formalmente con los mismos derechos que el resto de nuestros conciudadanos bajacalifornianos. Nos hemos acostumbrado a la idea de que la libertad nos está garantizada de forma indefinida, pero no podemos desestimar las amenazas que se ciernen desde mentes iracundas e intolerantes como la del señor Leopoldo. Él no duda en citar a Hitler para recordarnos que todavía un porcentaje importante de mexicanos desearía socavar nuestros derechos como comunidad LGBTQ+, e incluso acabar con nuestras vidas si fuera posible.
No, no demos por hecho la posibilidad de expresar abiertamente nuestra identidad y de poder expresarnos y movernos con la soltura que envidiarían nuestros antepasados. ¿Qué debemos hacer? Dos cosas muy sencillas: mantenernos alertas ante el odio y politizarnos aún más. No podemos conformarnos con la idea del matrimonio igualitario y las leyes que en papel proclaman nuestra condición de ciudadanos con plenos derechos. Nos toca materializar la promesa de la igualdad y acabar con todo acto de discriminación y odio hacia nuestra comunidad. Debemos movilizarnos para hacer escuchar nuestra voz en el espacio público, ocupar más sitios en la sociedad civil, los medios de comunicación, las instituciones de gobierno y las universidades, exigir a las autoridades mayor cobertura médica pública y gratuita que garantice el tratamiento efectivo del VIH y las necesidades de salud de la población trans, asegurar que los actos de violencia no queden impunes y cerrar las brechas socioeconómicas que marginan y afectan de manera desproporcionada a las personas trans.
Concluyo reafirmando mi propio postulado de vida: soy Roberto, tijuanense de tercera generación, transfronterizo, hombre de la generación Z y abiertamente homosexual. Mis abuelos maternos llegaron desde el centro del país a Baja California hace ya casi un siglo con la promesa de encontrar mejores oportunidades de vida, y prosperaron a pesar de no contar con educación superior, llevar un apellido tan común como Hernández y abandonar todo su pasado allá por el Bajío. Soy receloso de determinismos históricos, pero creo y sostengo que nuestro mito fundacional como estado guarda los elementos para consolidar una sociedad abierta, dinámica y pluralista. Ese mito supone que en Baja California no importa de dónde seas ni quién seas, pues si vienes con ánimos y a chingarle duro, prosperarás. Por eso, quiero pensar que señores como Leopoldo no son más que el residuo ruidoso de una mentalidad minoritaria que pertenece a tiempos pasados. Quiero pensar que los bajacalifornianos hemos superado estereotipos y suposiciones anticuadas y que avanzamos hacia una sociedad más tolerante e inclusiva, así como hemos abierto nuestros brazos, y dado hogar y trabajo a miles personas de todas partes de México y del mundo. En suma, no permitamos que la frustración de unos cuantos señores gritones como Leopoldo detengan nuestro avance hacia una sociedad más justa. Es nuestra responsabilidad mantenernos firmes, visibilizar nuestras identidades y seguir luchando por una Baja California inclusiva, donde todas las personas podamos vivir con libertad.