Mar de historias | Sepultar un Desnudo
Cuando uno es joven todo futuro resulta muy lejano. (Puedes dejar tus cosas allí.) Está lleno de posibilidades y advertencias que no escuchamos por falta de interés o tiempo. A los veinticinco años (¿veintiocho?) ¿quién piensa que tendrá que tomar medidas drásticas que no es posible poner en manos de ninguna otra persona, ni siquiera en las de la más cercana. (No pienses. Déjate llevar. Disfrútalo. Es algo que querías.)
Me da risa pensar en la eficacia de Rosa Margarita –la única de mis hermanas que aún vive– si le preguntara a quién cree que debería heredarle el comedor, el reloj de pie que era de mamá Luisa y la mesa de ping pong que mi sobrino Donatello se empeñó en que le comprara. Sí, seguro me dirá que no hable así, que nadie conoce el futuro y que cuando ocurra lo que tiene que suceder, ya se verá y terminaría por darme un consejo adecuado.
II
Por otra parte, aunque me duela reconocerlo y sin ánimo de criticar a mi hermana, ni en sueños se me pasa por la mente ir directamente al asunto y pedirle consejo acerca de qué hacer con el retrato. (Sin duda será un hermoso recuerdo para los dos). Empezaría por preguntarme de qué tipo de foto estoy hablando, por qué tanto misterio. Tendré que decírselo y ella, luego del disgusto y la sorpresa comentaría, escandalizada, a qué clase de mujer se le ocurre tomarse un retrato así. (No te escondas, no tienes para qué). Al final de cuentas querrá que le aclare por qué motivos lo conservo yo.
Le diré que eso por el momento no importa, lo que necesito es que me diga qué haría ella con él antes de que todo termine. Por mi parte pienso que tengo que darle cualquier destino menos abandonarlo. (Hay mujeres que se toman la foto, pero jamás vuelven a recogerlo. Son como hijos indeseados). Solo, con su desnudez, acabaría hecho pedazos, confundido entre papeles y ropa inservible, y a la postre sería objeto de burlas y comentarios soeces. El retrato merece todo menos semejante final.
III
Por supuesto, sea cual sea el consejo de Rosa Margarita, jamás le mostraré el retrato porque tampoco lo entendería. La imagen es tan candorosa, tan fresca y la ilumina la suave luz de noviembre. (Desde abajo nadie puede verte. ¿Te molesta si dejo un poquito entreabierto?). Por la ventana podían verse las ramas de los árboles mientras yo, cohibida, escuchaba las indicaciones del fotógrafo. (Baja un poquito la cabeza, no abras tanto la boca, sonríe nada más. ¿Lista?).
Un disparo, uno solo, para que yo permaneciera en la imagen sonriéndole a él desde mis veinticinco, (¿veintiocho años?) ausente de mí, sin pensar en la suave ráfaga de viento que entraba por la ventana; sin conciencia del tiempo, ni de la mirada ajena y, mejor aún, ligera, sin vergüenza, sin remordimientos ni culpa. (Así, relajada, te ves mucho mejor).
Del abandono de esos sentimientos creo que irradia una luz nueva sobre el retrato que era el regalo de mi juventud. ¿Qué más valioso puedes obsequiarle a alguien que te enseñó a mirar el mundo de otra manera, nuevas palabras, otros horizontes sin necesidad de rebasar los muros de la casa que de una tarde a otra se convirtió en el refugio de un desnudo. (Aquí nadie va a encontrarlo).
Si le diera esta explicación Rosa Margarita no entendería nada y no la recrimino por eso. A veces, cuando me atrevo a ver el retrato yo misma no comprendo por qué pedí que me lo tomaran, cómo se me ocurrió concentrar allí mi juventud y destinarla a vivir atrapada por siempre. Sigue allí, intacta, plena como si en este momento el fotógrafo me mostrara los primeros negativos y me permitiera elegir la versión de mí. (Míralos bien, no hay prisa; si alguno te disgusta, lo eliminamos y ya, ¡no hay problema!).
Antes de consultar a mi hermana estuve considerando a otros posibles destinatarios, entre ellos mi ginecólogo. Me ha visto desnuda mil veces mientras yo, con los puños cerrados y completamente rígida, veo el techo como si estuviera esperando la hora del fusilamiento. Descarté esa posibilidad porque la del retrato es otro tipo de desnudez.
IV
Juro si digo que me obsesiona pensar a quién voy a heredarle ese retrato, sin nosotros, sin nuestra mirada cómplice, carece de significado; no guarda un mensaje para nadie la posición del cuello, la luz en el vientre apenas protegido por mi mano. (Suaviza tus dedos, piensa que no esconden nada, sólo prometen).
Sea cual sea mi elección, –y quiero definirla pronto– no será el abandono. Sólo me queda un camino: arderá como las Ánimas del Purgatorio que veía en la iglesia, lamidas por las llamas, esperando… Luego quedarán sólo cenizas y después, tarde o temprano, acabará por consumirlo el olvido.
Vuelvo a pensar en cómo empezó todo esto y me doy cuenta de algo que a los veinticinco años, tal vez veintiocho, no imaginas lo difícil y doloroso que será sepultar un desnudo.