Mar de historias | Hojas de papel volando
Amanda entra de prisa al restaurante, apenas saluda a Icunicury, encargada temporal del negocio, quien se encuentra detrás de la caja registradora contando las monedas recién traídas del banco.
Icunicury: –Ya ni la friegas: ¿viste qué horas son?
Amanda: (toma la bata colgada junto a la puerta del baño y se la pone): –Sí, sí: ya sé que se me hizo tarde. Tuve un problema con Derek.
Icunicury: –¿Y ahora por qué?
Amanda: –Como hoy salimos temprano pensé en aprovechar y llevarlo para comprarle los útiles de la escuela. Me dijo que quería que le comprara la mochila con la patrulla perruna, o algo así. Le contesté que no era necesario comprar otra porque estaba casi nueva la que su hermano Robin había dejado el año pasado. Ya nada más por eso armó un escándalo y se puso a reclamarme que porque siempre le doy lo mejor a Robin, en cambio a él…
Icunicury: –Conozco el numerito: acabarás dándole gusto a Derek. Te recomiendo que vayas a Mesones. Allí encuentras todo y más barato que en las papelerías del Centro, pero con todo y eso no hay que fiarse: en un ratito me gasté los tres mil pesos que llevaba.
Amanda: –¿Pues qué compraste?
Icunicury: –Ni tanto, no creas. Me faltaron cosas. Voy a tener que regresar el domingo porque si Brandon no lleva su material completo se me va a ir atrasando.
Amanda: –¿Tres mil pesos? ¿Qué harán los padres que tienen tres o cuatro chamacos?
Icunicury: –Endeudarse, empeñar lo que tengan o gastarse el dinero que tenían apartado para alguna otra cosa. Yo, por ejemplo, estuve ahorrando para reponer los lentes que me rompieron en el Metro la noche del apagón, pero ahora tendré que invertir ese dinero en los útiles que me faltaron.
Amanda: –Y los lentes, ¿para cuándo?
Icunicury: –Pues para otro día, cuando se pueda. (Mira el reloj.) Ya no tarda en llegar la gente. Ve poniendo los servilleteros en las mesas y no se te olvide que el menú especial son los chiles en nogada.
II
Llega la primera pareja de comensales cargada con sendos paquetes, elige el lugar junto a la caja y, con evidente alivio, deja los bultos en las sillas vacías:
Mujer: Te juro que ya me dolían los brazos. (Con ternura.) Pobre de mi José Iván: tendrá que cargar todos estos útiles a diario.
Hombre: –Tampoco lo hagas mártir. Sabes que una parte de los útiles va a dejarla en la escuela.
Mujer: –Cuando tú ibas a la primaria, ¿te pedían tantas cosas? A mí no. Ahora es algo increíble: que mil hojas blancas, que doscientas de color, que pliegos luminosos para no sé qué… Bueno, hasta rollos de papel del baño les piden a las pobres criaturas.
Hombre: –Y, ¡olvídalo! Piensa que tan siquiera alcanzamos a comprar todo lo de la lista.
Mujer: –Acuérdate que faltan el uniforme, los zapatos, los tenis y la mochila. ¿Viste que hay unas hasta de tres mil pesos?
Le impide oír la respuesta la aparición de la mesera, sonriente y con la comanda en la mano:
Icunicury: –Muy buenas tardes. ¿Se les ofrece algo de beber? –Ante el titubeo de los comensales sigue adelante–: Aprovecho para decirles que a partir de hoy tendremos como menú especial los chiles en nogada. Son la especialidad Hay paisanos que cada año vienen desde Los Ángeles a comprarlos.
Mujer: –¿De veras? Es que son bien ricos; me encantan. Hace años, pero añísimos, que he tenido ganas de comerme uno.
Hombre (después de darle una breve revisión al menú.) –Luego vemos. Se me antojó una cervecita. ¿Pido otra para ti? (Sonriendo, a la mesera.) Entonces que sean dos, pero bien muertas.
Mujer: –¿No crees que deberíamos ordenar los chiles en nogada antes de que se acaben?
Hombre (acercándose y en voz baja): –Cuestan doscientos cuarenta cada uno. Ya no traigo dinero y en la última papelería no pasó mi tarjeta. ¿Tú cuánto traes?
Mujer: –Cuando mucho trescientos, lo que tenía apartado para el gas.
Hombre: –Nos alcanza para la comida corrida. (Nota desánimo en el rostro de su mujer.) Lo siento, ya sé que tenías muchas ganas de un chilito en nogada…
Mujer: –Pues sí, pero no es para tanto. Además, la temporada termina hasta septiembre. En una de esas alcanzo a darme mi gustito otro día. Lo digo en serio y no me veas así, ¿o a poco crees que voy a sufrir por un mugroso chile en nogada? Viéndolo bien, mejor que no lo coma porque son muy engordantes –afirma mirando de reojo, con evidente apetito, el plato con el menú especial que la mesera les acerca a otros comensales.
III
Hace unos minutos salieron los últimos comensales. Icunicury revisa las notas, Amanda mete los manteles en la bolsa de la ropa sucia y Santiago, el garrotero, termina de poner las sillas, patas arriba, sobre las mesas.
Amalia: –Lo veo cansado. Me imagino que se va derecho a su casita.
Santiago: –No. Voy a darme una vuelta por las papelerías.
Amanda: –¿Va a comprar los útiles a sus nietos?
Santiago: –No tengo. (Oye una leve excusa.) No se disculpe, no es su culpa, ¿o sí? (Luego de una breve pausa, continúa.) Me gusta ir a las papelerías. Me recuerda cuando mi padre me llevaba. Él nunca estudió y siempre me decía: “Hazme un favor: aprende a escribir mi nombre.” Lo conseguí poquito después de que él murió. Yo apenas tenía siete años, lo extrañaba como no se imagina. Cuando quería sentirlo otra vez a mi lado, me bastaba con escribir su nombre en cualquier parte. He pensado que para eso, para acompañarme, mi padre me mandó a la escuela.