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Opinión

Mar de historias / Cinco minutitos / Cristina Pacheco

Por: Cristina Pacheco / La Jornada

Siempre recuerdo a Violeta, pero este día lo hago de manera especial porque hoy se cumple otro año de su desaparición, porque la fecha volvió a caer en martes; pero también porque sopla el viento que empuja, como aquella tarde, los restos de un invierno muy cruel mezclados con las hojas desprendidas de los árboles. 

Recuerdo a mi hermana porque de no hacerlo yo, ¿quién lo haría? Ya no queda nadie más que sepa cómo la llamábamos de cariño, qué poema declamó en el festival de sexto grado, qué vestido se puso cuando le celebramos sus once años, qué le regaló su madrina Leonor el día en que hizo su primera comunión, adónde íbamos la mañana que nos tomaron una foto en San Juan de Letrán, a qué jugábamos la tarde en que salió a la tienda y prometió regresar “en cinco minutitos.” De no ser por mí, tampoco habría quien pudiera referirse al gusto de mi hermana Violeta por los rompecabezas y su locura por los viajes. 

II 

Esta aspiración era absolutamente irrealizable para una familia que, a lo sumo, viajaba a pueblos o municipios cercanos para dar pésames, asistir a una boda o un bautizo. Violeta se compensó de esa imposibilidad de un modo infantil pero eficaz. Rafael, nuestro vecino, trabajaba haciendo la limpieza en una agencia de viajes y con frecuencia le regalaba a mi hermana folletos donde aparecían las imágenes de barcos y aviones listos para dirigirse a los destinos turísticos de moda y más frecuentados. 

Violeta recortaba las fotos de los edificios y monumentos emblemáticos de las grandes ciudades y las atesoraba entre las hojas de sus cuadernos. Muchas veces la vi extender los recortes sobre la mesa y, mientras las observaba, la oía decirme: “Aunque no lo creas, ya verás cómo pronto conoceré todos estos lugares.” 

Que yo recuerde, nunca me incluyó en sus proyectos de viaje. Mi venganza por excluirme consistía en burlarme, llamarla chiflada y revelarle lo que muchas veces me dijo mi abuela en secreto: “¿Qué le pasa a tu hermana? ¿Es machorra, o qué? ¿No sabe que viajar es cosa de hombres.” Para volver más reales sus sueños, Violeta subrayaba en los folletos salidas de aviones, horarios, el nombre de los hoteles y hasta de los platillos nacionales. Lo hacía con la dedicación de un viajero que, a punto de abordar, toma las últimas notas en su agenda para evitarse confusiones y pérdida de tiempo.

III 

Nunca sabemos qué sorpresas oculta un día que empieza luminoso, mantiene un ritmo suave adecuado a las situaciones más sencillas –por ejemplo, algo tan simple como salir a la tienda bajo promesa de volver en cinco minutitos–. Después da un quiebre y se precipita, cada vez a mayor velocidad, hacia hechos que nunca imaginamos, trituran nuestra realidad, la desordenan como si fueran los fragmentos de un rompecabezas. 

El que Violeta y yo íbamos a resolver en cuanto regresara de la tienda se lo había regalado su madrina Leonor. El tema era una selva de follajes muy densos a través de los cuales se filtraban los rayos del sol, perpendiculares y compactos, como si fueran de plata. 

De nuevo parece que oigo a mi hermana decirme desde la puerta: “Tardo cinco minutitos.” La espera se prolongó durante un tiempo muy largo. Meses, años que resumo como un infierno de búsquedas dolorosas, investigaciones, respuestas desesperanzadoras. No la he visto. 

Aquí no entró. Hoy no ha venido. No sabemos nada. Mis padres y yo caminábamos en todas direcciones, desesperados, inseguros, como si avanzáramos sobre un puente tambaleante hasta que al fin se deshizo y caímos en la desesperación. Con el paso del tiempo, dio motivo a recriminaciones, sospechas, amargura, y después se transformó en algo mucho peor: un silencio que nos aislaba a todos y acabó por privarme de la ternura que tanto quería; por hacerme invisible, como si la ausente fuera yo y no Violeta.

IV 

Sin mi hermana, la casa perdió sentido y calor; se volvió inmensa y al mismo tiempo asfixiante; aun así, nunca consideramos la posibilidad de mudarnos a otro sitio. Bajo nuestra resistencia quedaban restos de una esperanza ya casi marchita: que Violeta volviera. Nadie iba a preguntarle dónde había estado ni con quién, porque lo importante era tenerla cerca, abrazarla, verla entregarse a sus viajes imaginarios, remotos. Violeta no regresó y jamás volvimos a tener noticias suyas. 

Siempre imagino a mi hermana como la vi por última vez: aún niña, caminando entre multitudes que atestan los aeropuertos, recorriendo ciudades intrincadas y políglotas, de expedición en desiertos candentes o explorando la selva que era el tema de nuestro rompecabezas. Lo conservo. A veces, cuando se me imponen los recuerdos, me dedico a armarlo, pero luego lo desordeno y vuelvo a empezar. 

Lo hago despacio, dando tiempo a imaginarme que, después de “cinco minutitos”, Violeta regresa y se tiende a mi lado, en el piso del cuarto compartido, para que entre las dos encontremos las piezas que faltan para que tomen forma un tronco, una rama, los rayos de sol que caen perpendiculares y compactos, como si fueran de plata, en la más intrincada de las selvas.

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