Mar de historias
Las palomas se dispersan en cuanto Sandra se aproxima al pretil de la azotea. Se divierte observando desde esa altura a los transeúntes descorteses y apresurados, a los cargadores que al grito de “va el golpe” transportan en diablos de metal bultos de ropa o cajas repletas de mercancías que alimentan los puestos desmontables; a los mozos que, en camiseta y con los delantales enredados a la cintura, surten las órdenes de comida para los comerciantes.
Paredes viejas, edificios deshabitados, ruinas, hacinamiento, cláxones, pregones, risas: todo envuelto con el olor a cloaca y cebolla, al ritmo del reguetón y la cumbia con que se anuncian los vendedores de compactos: piratas que navegan por mares de cemento y de asfalto.
Sandra conoce a muchos y se dirige a ellos por sus nombres o apodos. Para su diversión, les grita desde arriba. Al no obtener respuesta les arroja piedritas; enseguida se agacha para ocultarse y esconde su risa tapándose la boca con la mano, como una niña que en secreto celebra su mal comportamiento.
II
Sandra siente en la cara las primeras gotas de lluvia y vuelve al lavadero. Suspira resignada al ver la cantidad de ropa que tendrá que lavar y planchar, por encargo de algunas inquilinas, a cambio de una paga raquítica que siempre la deja en deuda con sus necesidades. Sin embargo, se considera afortunada, ya que no cubre renta por el cuarto de azotea donde vive. A cambio de esa ventaja, el administrador del edificio le pide que mantenga limpios pasillos y escaleras, además de repartir la correspondencia que el cartero desliza por debajo de la puerta.
Este aspecto de sus obligaciones es el que más le agrada, ya que le da un buen pretexto para sostener breves conversaciones con los inquilinos, la mayoría, personas que por su edad ya no pueden trabajar y pasan la mayor parte del día solas, esperando que regresen sus familiares de sus ocupaciones, o que aparezca Sandra para hablarle de sus temores y contrariedades. A veces también le relatan sus sueños.
Ella piensa que hace bien escuchándolos y le gusta que la tomen por confidente, excepto en el caso de doña Carolina. Siempre que sube a dejarle el recibo de la luz o algún aviso del banco, la mujer le pregunta si de casualidad no le llegó también una carta. Sandra niega y se disculpa, como si fuera la causante de que doña Caro –como la llama– no reciba el sobre que lleva años esperando.
Al notar el desconsuelo de la anciana ante la falta de correspondencia, se felicita por no tener a nadie a quien esperar. “Sola estoy bien. Tengo un cuarto y no me falta chamba. ¿Qué más puedo pedir?” –se dice, cuando necesita convencerse de que la vida que lleva le guarda motivos para ser feliz.
III
Sandra abre la llave del agua. En cuanto vierte jabón en polvo se forma una capa de espuma y hunde las manos en ella. Cuando las saca ve que están forradas con una especie de encaje blanco que de inmediato empieza a deshacerse. Le recuerda la fiesta de quince años colectiva, en la que participaron otras niñas que, como ella, habían podido lucir ropa de fiesta gracias a la recaudación organizada por un funcionario delegacional. No recuerda su nombre, sólo que era un licenciado de cabello abundante y ojos risueños.
IV
Después de aquel momento feliz, a causa de la muerte inesperada de su padre, tuvo que renunciar a los estudios y conseguir su primer trabajo como empleada doméstica con la familia Aceves. Sus patrones fueron gentiles con ella: le permitieron dormir en el cuarto de lavado, le daban de comer lo mismo que ellos habían consumido uno o dos días antes. En sus primeras vacaciones la llevaron a Veracruz. Desde entonces no ha regresado al puerto. Se ha hecho la promesa de que volverá algún día, pero sola, sin necesidad de sujetarse a la voluntad o a las órdenes de nadie, ni tener obligación de cuidar niños ajenos, ni decir que le gusta un sabor que le parezca repugnante o la textura de un marisco parecido a los moquitos de su hermano menor. Hace mucho tiempo que Guillermo se fue, por su cuenta y muy jovencito, a Estados Unidos. Sandra no duda de que algún día volverá a buscarla. Entonces piensa invitarlo a quedarse en su cuarto. Hablarán. Van a reírse de los absurdos que inventaban cuando sus padres se iban a los tiraderos en busca de la ropa usada que después vendían en tianguis y mercados.
De todos los juegos, el que más le gustaba era la competencia para ver cuál de los dos, si Guillermo o ella, sacaba más burbujas del carrete humedecido en agua jabonosa. Quizás a causa de ese recuerdo se emocionó tanto cuando, en una de sus acechanzas desde la azotea, vio aparecer a un hombre que vendía dispensadores de burbujas. Para demostrar su potencia, lo accionó y la calle se inundó de esferas tan fugaces como las ilusiones habían sido para ella.
V
Mientras lava una toalla, Sandra escucha caer la lluvia. De niño le causaba temor a Guillermo y ella tenía que abrazarlo y repetirle al oído, cuantas veces fuera necesario, la única oración que habían aprendido en las prolongadas sesiones de catecismo: “Niñito Jesús,/ cordero de Dios, / haz tu nidito/ en mi corazón.” La catequista les decía que gracias a esas clases ellos estaban aprendiendo la forma de vivir más cerca de Dios y de ganarse la subida al cielo.
Sandra se arrepiente de no haberle dicho a la señorita Caritina –pecho plano, hombros cargados, ojos saltones– que si su madre los mandaba al catecismo no era porque ansiara que aprendieran la ruta al cielo, sino porque sabía que al final de la clase iban a darles un pan dulce, del que a ella iban a regalarle un pedacito.
Paredes viejas, edificios deshabitados, ruinas, hacinamiento, cláxones, pregones, risas, y en lo alto de un edificio, una mujer solitaria que en secreto espera la aparición del hombre que, con un burdo dispensador, vuelva a inundar la calle con raudales de burbujas hermosas, aunque efímeras, como las ilusiones.