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Opinión

Mar de historias

Por: Cristina Pacheco

Desde la puerta del auditorio, don Ernesto mira a los cinco patronos reunidos, como todos los primeros viernes, para revisar el programa de actividades mensuales en la institución Como Hermanos. De pie junto al escritorio, las autoridades confrontan notas en sus celulares y tal vez se pregunten qué puede ser tan importante como para que el carpintero, que poco asiste a las reuniones regulares, haya solicitado una audiencia privada con carácter de urgente.

Nelly, la enfermera en turno que tramitó la audiencia, le repite a don Ernesto lo que le ha dicho varias veces: que los patronos son personas muy ocupadas, que sea lo más directo en su exposición, que hable despacio y que no olvide agradecerles que le hayan concedido la entrevista, cosa realmente excepcional.

Don Ernesto le responde con una sonrisa indicativa de que comprende la situación y Nelly, cada vez más nerviosa, le pregunta si escribió alguna nota de los asuntos que desea exponer. Don Ernesto dice que no tuvo que escribir nada porque sólo hablará por él. “¿Por quién?” No hay tiempo para la respuesta. Los patronos ya toman sus lugares tras el escritorio, indicio de que comenzará la asamblea.

II

Visiblemente cohibido, sentado en la primera fila de butacas, don Ernesto escucha la lectura monótona que los patronos hacen de documentos oficiales y breves incisos cuyos términos no logra entender y no le dicen nada; sólo espera el momento en que le cedan la palabra. No tiene costumbre de tratar con los patronos, a quienes sólo ha visto de lejos, desde la carpintería, cuando ellos se dirigen al auditorio o bien al merendero donde se realizan los convivios de fin de año, a las que él asiste obligado y con la resignación de quien acude al dentista.

Lo mejor de esas reuniones –le ha confesado a Nelly– es que terminan pronto y lo hacen apreciar más que nunca la quietud de su carpintería, adaptada en parte como vivienda, a donde regresa para volver a trabajar con sus maderas, a dejarse envolver por su aroma y a inventarse una prisa que no tiene y es vista por los demás residentes como una de sus extravagancias. Al respecto, en la institución hay muchas otras dignas de curiosidad de las que es mejor no hablar…

III

Don Ernesto escucha su nombre como si le llegara de muy lejos. Nelly, sentada junto a él, le toca el brazo y le dice que es su turno de hablar, que recuerde lo que debe hacer. El anciano se levanta y, a falta de otra cosa que decir, pronuncia mecánicamente su agradecimiento por la oportunidad de ser escuchado en audiencia fuera de programa.

El patrono presidente en turno le corresponde con una sonrisa y, en vistas de lo que él puede solicitar, le hace un apretado compendio de las circunstancias por las que están pasando: reducción de personal a raíz de la pandemia; escasez de donativos; falta de dinero para adquirir nuevas herramientas, ampliar espacios y reponer el techo de la carpintería. Ve a don Ernesto abanicarse con la mano y le pregunta si le pasa algo.

Ernesto: –No, sólo que… ¿Sería mucha molestia que abrieran las ventanas? A veces, padezco de vahídos. En personas de mi edad es algo tan natural como el insomnio.

Nelly se inclina hacia él y después de advertir la aprobación de los patronos, le sugiere que se tome unos minutos de descanso, a lo que el anciano accede.

IV

Otra vez de pie, recuperado de su malestar, don Ernesto se dirige a los patronos desenfadado, familiar.

–El insomnio puede ser espantoso, pero tiene sus ventajas. Durante mis últimas noches en blanco pude hacer mis balances, pensar en lo que he hecho mal y en mis aciertos. Uno de ellos, antes de mudarme acá, reunir a mis conocidos de toda la vida y autorizarlos a que dispusieran de las pocas pertenencias que acumulé y que era inútil traer conmigo. Preferí ver mi restirador y mi reloj de media pared en manos de mis amigos que imaginarlos en un camión de basura, patas arriba, en calidad de desechos.

Desconcertados, los patronos celebran el informe con risas discretas, una ligera felicitación y hasta un aplauso que el anciano recibe con extrañeza.

Ernesto: –En mis noches de insomnio he pensado que hay tiempo para todo: agradecer, pedir disculpas, explicarse y hablar por los seres que desgraciadamente no pueden hacer uso de la palabra. Hoy, cuando presiento próximo mi fin…

Lo interrumpen expresiones de rechazo y una pregunta insistente –“¿quiere que lo llevemos al hospital”–, a lo que el interrogado responde con una sonrisa que se desvanece en sus labios antes de que pueda seguir hablando:

Ernesto: –No necesito que me lleven a ninguna parte. Aquí quiero terminar. Aquí he sido muy feliz y sigo siendo feliz gracias a que, entre otras cosas, adopté a Sombra. Cuando lo vi, fue tal mi entusiasmo, que enseguida lo elegí sin pensar que era apenas un cachorrito, que viviría mucho más tiempo que yo y entonces, ¿qué iba a ser de él? ¿Qué le esperaría?

Nelly (murmura): –No se angustie, ¡cálmese!

Ernesto: –La soledad, el hambre, los peligros de la calle, la violencia, la crueldad, hasta que al fin terminara perdido, abandonado en un camión de basura, con las patas arriba, como mis muebles. (Ante el silencio general, con renovada energía.) No quiero eso para él, después de lo que ha hecho por mí, debo impedirlo. Si solicité esta reunión fue para pedirles que, cuando yo me vaya, Sombra pueda seguir viviendo aquí, en su casita junto a la carpintería. Los asilados lo conocen bien y lo quieren, él podrá brindarles compañía en esas malas horas en que las soledades se acumulan. (Se mira las manos.) Conozco a mi perro, sé que notará mi ausencia y va a extrañarme, por eso pensé en heredarle mi suéter gris, éste que traigo puesto, para que se abrigue con él y sienta que sigo a su lado. (El anciano espera una respuesta que no llega y gira hacia la puerta.) –Creo que es todo. Como dije, vine tan sólo a hablar por mi perro: mi compañero, mi amigo, mi sombra fiel.

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