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Opinión

Los balnearios

Por: Elena Poniatowska

Dibujo de Alberto Beltrán

Por: Elena Poniatowska

Durante la semana, los empleados de oficina organizan las idas a la alberca (¿Cómo se verá la telefonista en traje de baño?). La mayor ilusión del contador es que la mecanógrafa no sepa nadar para enseñarle a hacer el muertito.

A las doce del día, los balnearios Bahía, Aguascalientes, San Juan, Olímpico, Cascada y otros en la antigua salida a Puebla se hinchan de nadadores y de muchachas que se asolean después de haber caminado en el agua en lo bajito. En el Bahía un letrero indica: “Solarium Especial. Ochenta y cuatro losas individuales para tomar baños de sol. Colores apropiados para su piel, a escoger:

Dorado Inicial

Soleado Estimulante

Bronceado Rojizo

Tostado Matizante.”

Pero el sol chamusca, despelleja y ampolla a todos por igual sin tomar en cuenta el letrero que lo reparte tan equitativamente. También se hacen otras advertencias: La autoridad no permite el uso del traje hawaiano o bikini, y No se venderán boletos a personas con aliento alcohólico o de aspecto poco limpio. Entre los requisitos de los distintos balnearios está: Darse un regaderazo antes de meterse al agua y muchos precavidos al salir de la piscina se echan jugo de limón en los ojos para desinfectarse por aquello de las dudas, pues como va tanta gente, en la noche, a pesar de todas las cremas que ellas y ellos se untaron, no soportan ni el contacto con las sábanas.

–¡A ver, párate derecha! ¡Hunde la barriga! ¡Ya te enfoqué! ¡Sonríe…! ¡Te digo que metas la panza!

Los hombres hunden la barriga para que les salga el pecho y las mujeres aguantan la respiración como Gloria Trevi, pero todos están muy lejos de ser los tarzanes que admiran en las revistas. Ricardo, Alfredo y Manuel ejercitan sus músculos durante horas y, al igual que muchas mujeres, nunca se echan al agua. Se sienten Míster Universo, aunque parecen charales de tan flacos y escurridos. Miguel sube al trampolín, se acerca a la orilla, se eterniza ante la expectativa universal, pero en vano esperamos el clavado.

–¡Hi, hi, hi, hiiiii! ¡Me ahogo!

–¡Ah, que las muchachas que no saben nadar!

–¡Es que creí que todavía estaba en lo bajito!

No faltan los salvadores, únicos e irremplazables, que las llevan a lo hondo y las dejan ahogarse tantito para que ellas les echen los brazos al cuello. Algunas jóvenes no tienen traje de baño, pero los alquilan de segunda mano allí mismo raídos y guangos. Muslos blancos y brazos de codos arrugados se escapan de la lana oscura como huérfanos avergonzados.

Cerca de la alberca principal se levanta un estrado para los visitantes: un batallón de mamás se abanica mientras vigila a sus hijas para impedir los desfiguros.

A Susana su mamá no la dejaba venir a la alberca. ¡Ni lo mande Dios!, decía. Pero de tanto ver artistas en traje de baño en las películas y en los periódicos se hizo de la vista gorda, y ¡aquí tienes a Susana!

La Semana Santa y el tiempo de calores son temporadas de gran auge en los balnearios. Los visitantes reciben por igual el sol y el agua. Los bañistas que se atreven a serlo en febrero y marzo son víctimas de las tolvaneras que los dejan rasposos como metales bien picados.

Todos regresan contentos. La telefonista tiene muy bonito cuerpo –sus bonos van a subir–; la mecanógrafa quiere aprender a nadar con el contador, y después de todo ¡qué Gloria Trevi ni qué Míster Universo!

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