Lo político y lo social: lo crucial del acuerdo
En medio de la abundancia de gritos y alborotos de nuestros rituales electorales, hay que insistir en la necesidad de que, como comunidad, tenemos que buscar un acuerdo en lo fundamental. De aquellos que ansiaba el prócer Otero y que se tornan vitales cuando, como solía decirse, la patria está en peligro
. En esas estamos, a pesar del festival de triunfalismo con que se ha querido animar el arranque todavía informal de las contiendas constitucionales de la temporada.
Necio y convencido firme de la urgencia que tenemos de aceitar humores y mejorar los vínculos, algunos rotos, entre política, democracia y cuestión social, es que insisto en la necesidad de procesar, por medio de la palabra y el acuerdo, un conjunto de aspiraciones comunes que hagan las veces de sólidas plataformas de exigencias que, desde la sociedad se planteen a los partidos, los políticos y los aspirantes a gobernar.
Acuerdos fundamentales pensados como genuina suma de voluntades plurales capaces de atender y entender el bien común, sabiendo que ningún nicho o movimiento por sí mismo pueden generar el esfuerzo social necesario para que la República alcance metas de equidad y bienestar. Porque sólo así daremos sustento y sentido a la política plural y democrática que, todavía, presumimos.
Los acuerdos pueden ser instrumentos útiles, necesarios para que sociedades como la nuestra, compleja, desigual, heterogénea, sean capaces de procesar sus preocupaciones y aspiraciones, dentro del marco constitucional tan abusado desde el poder en estos años.
Para avanzar, hay que asumir y detectar que en el curso de nuestros cambios políticos y económicos se ha incurrido en omisiones y excesos para, así, evitar seguir confundiendo medios con fines, pero también no posponer tareas que requieren obligadamente de un clima de cooperación económica y social.
El país necesita aumentar su ritmo de crecimiento y sostenerlo, buscar y bien aprovechar las oportunidades que abre ahora el llamado nearshoring, actualizando nuestras capacidades y estructuras. El desafío es, sigue siendo, que la oportunidad externa trabaje en nuestro favor lo que tiene que ver, necesariamente, con lo que internamente hagamos en términos de integración productiva, regional, demográfica.
Contar con finanzas públicas sanas es tener un Estado fiscal activo, promotor y capaz de redistribuir los frutos del esfuerzo colectivo, y de darle efectivos empujones a la economía de mercado.
Quizá, como parte de las primeras acciones, esté proponer, discutir y acordar una reforma de la política macroeconómica. Sin duda, como parte de esta reforma, contemplar la formulación de una estrategia nacional de inversiones es indispensable para ofrecer cauce y razón a nuestras encontradas preferencias, así como poner en el centro la inversión productiva, el empleo y fomentar procesos regionales que integren el mercado interno al externo. Difícil será imaginar algún avance si la inversión nacional, privada y pública, mantiene su bajo perfil.
Actualizar nuestros mecanismos de mediación es necesario, porque cada día es más claro que los cauces por los que transitaba el pluralismo político han dejado de ser suficientes para procesar, con cierto éxito, las múltiples contradicciones sociales. Es indispensable airear nuestra ágora pública, reconstruirla y darle robustez para propiciar renovadas formas de diálogo y acuerdo, respetadas por todos.
Si ayer el desafío consistía en que el juego político no fuera patrimonio
de un solo grupo, lo que se logró con la llegada de la pluralidad a todos los ámbitos del poder formal hoy, paradójicamente, se trata de que deje de ser patrimonio de los partidos formales.
El que las élites partidistas hayan renunciado a sus acuerdos, programas o principios no significa –conviene tenerlo presente– que los intereses o las necesidades sociales que les daban sentido se hayan cumplido. Hay grupos que no están ni se sienten representados y pueden tomar el camino del desencanto o la ira contra la política en general. Por ello insistamos: el discurso político debe ser capaz de discutir y acordar nuevos criterios, renovadas visiones que hagan posible retomar un sendero diferente, una verdadera reforma social y política, democrática del Estado. Discutir y discurrir como los hacían los buenos y viejos políticos.