Lo insondable de lo evidente
Si en estos momentos en lugar de un artículo para las páginas de este diario, escribiera una carta a Pura López Colomé, empezaría por felicitarla, efusivamente, en esta oportunidad por la selección, traducción y la muy conocedora presentación que lleva a cabo de las Cartas de Emily Dickinson: un campo minado.
Seguiría por admitirle a Pura que, a pesar de que desde preparatoriana, cuando conocí de su existencia, he presumido de ser lectora embelesada, arrobada, de la poesía de Emily Dickinson, admitirle a Pura, digo, que desconocía la desbocada vocación epistolar de la poeta estadunidense, de mediados del siglo XIX, comprensible, por otra parte, dado el aislamiento en el que se mantuvo los 55 años de una vida solitaria, sin salir de la casa paterna, en Amherst, Massachusetts.
Tan excepcional como es la sensibilidad que Pura expone al seleccionar, entre miles, las cartas que componen este breve libro, es igualmente excepcional la profundidad de su conocimiento de la poeta y sus temas. Y su traducción al español es una admirable proeza. La sencillez de las cartas es aparente. Implican tanto, aluden a tanto, su simbolismo está tan presente, que la lectura de cada carta pide una relectura, y otra. De ahí la deleitosa, la morosa, lectura de cada carta, la deleitosa, la morosa, lectura completa del breve libro. Al lector atento no le basta captar el sentido de cada carta, quiere oír su musicalidad, quiere gozar el giro hacia lo inesperado de cada una de las observaciones que la autora hila y entrehila, observaciones en las que infiere con sutileza, en las que procede con exactitud y precisión, y el lector, en especial quiere maravillarse por su particular ortografía, verla, aquí y allá, una palabra cualquiera, al menos a simple vista, con mayúscula en medio de una frase.
Las cartas, igual que los poemas, reflejan a una Emily Dickinson tan ella misma, sus particularidades, su excentricidad. ¡Cómo no querer identificarse con ella, por más infundado que sea semejante pretencioso anhelo! Con tal de leer Cartas de Emily Dickinson: un campo minado, poco importa que durante meses el lector no lea ningún otro libro, lentamente, deleitosamente, saldrá enriquecido de la experiencia.
Más que modernidad, habría que señalar el vanguardismo, la anticipación permanente a toda época que el auténtico vanguardista debe a su propia audacia, y que en su escritura registra Emily Dickinson, sin falta, permanentemente presente en su poesía, publicada íntegramente póstumamente, y en sus cartas, nutridas, contestadas, ambas expresiones desde una modestia impresionante, desde un constante desvanecimiento de la personalidad, desde un constante deseo de hacer desaparecer la personalidad, sencillamente a partir de una honesta indiferencia a su propia importancia. Vanguardismo permanente también en el contenido manifiesto del mundo de Emily Dickinson, ese mundo interior que sus poemas y sus cartas, de tan similar corte estilístico, logra, consigue, que se confundan unos con otras, mundo interior en el que las cartas son poemas, y los poemas, avisos de cartas.
Igual que a Pura, Emily Dickinson a mí también «me habla, me conmueve hasta en su momento de mayor hermetismo, recibe mi locura y la recicla, responde a mi oscuridad con claridad».
Emily Dickinson era una mujer menuda y delicada que hablaba en voz baja, que levitaba, me parece, más que caminar. Fue gran lectora, iniciada crípticamente por su papá, un «abogado riguroso». No se llevaba bien con su mamá, de quien señala que era «una buena y responsable ama de casa, limitada en muchos sentidos». Su hija se refiere a ella como «una mujer que no piensa». En cambio, siempre se llevó muy bien con su hermano y hermana, que finalmente fueron quienes reunieron las cartas para darlas a conocer, cartas de las cuales existen diferentes selecciones, creo que la de Pura López Colomé es la primera al español, su lengua materna, lengua a la que le tiene «irrestricta veneración».