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Opinión

La muerte del otro es mi muerte

Por: José Cueli

Regresaba de asistir al deposito de las cenizas de mi concuño Álex Olhovich (hermano de Sergio), cuando me llamo Enrique Cuevas para comunicarme la muerte de su hermano Alberto (hermano de José Luis), el neurofisiólogo de la Facultad de Sicología de la Universidad Nacional Autónoma de México y fundador de sus cátedra y departamento, en los años 70. En esa línea, abro La Jornada en la sección de Cultura y aparece una nota que narra las vicisitudes de la desaparición de Jacobo Grinberg, uno de los sucesores en el susodicho departamento de neurofisiología, quien dio mucho de qué hablar por sus escritos sobre la conciencia y que, posteriormente, desapareció y nadie sabe de él.

Se agolpan en la memoria imágenes de muertos y más muertos que nos confrontan a nuestra propia indefensión y que más que realidad parecen crueles ficciones que desbordan el aparato síquico.

¿Cómo elaborar la muerte del otro? ¿Qué sabemos de la muerte? Me auxilio de Emanuel Levinas en su libro Dios, muerte y el tiempo, que me dan cierta luz al respecto. “La vida humana es un ocultar, un vestir, un relacionarse… La muerte es la separación irremediable… La muerte es descompensación, la no respuesta… La muerte de alguien no es, a pesar de lo que parezca a primera vista, una factualidad empírica: no se agota en está aparición”.

Más adelante, hace esta reflexión que vale la pena retener: “El prójimo me caracteriza como individuo por la responsabilidad que tengo sobre él. La muerte del otro que muere me afecta en mi propia identidad como responsable. Identidad no sustancial, no simple coherencia con los diversos actos de identificación, sino fórmulas por una responsabilidad inefable…

“El morir como morir del otro, afecta a mi identidad como Yo, tiene sentido en su ruptura del Mismo, su ruptura del mismo en mi Yo. Con lo cual mi relación con la muerte de los otros no es ni únicamente conocimiento de segunda mano, ni experiencia privilegiada de la muerte.”

Por tanto, y de acuerdo con Levinas, la muerte del otro es parte de mi propia muerte. No importa el color, la raza, la religión, la ideología o el estatus social o económico, el otro que muere es parte mía, algo de él (o de ellos) se muere en mí y algo de mí muere con la muerte de ellos.

Mis amigos que murieron son mi propia muerte.

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