La Espiga Amotinada después del futuro
Los resonantes 80 años de Óscar Oliva llaman a recapitular la experiencia poética y vital de La Espiga Amotinada, último de los «grupos de poetas» que caracterizaron la primera mitad del siglo XX. Después de La Espiga se volvió menos común o relevante la existencia de «grupos», habitualmente desde revistas homónimas: modernistas, ateneístas, estridentistas, contemporáneos, El Taller, etcétera. Una excepción, ya en los años 70, serían los infrarrealistas de hoy tardía y anecdótica fama.
Después, la sobrepoblación de la esfera poética llevó a la dispersión. Por primera vez en un siglo estamos libres del canon. Hay tantos «grupos» que faltan dedos para contarlos, y eso cuando los hay. Reinan la confusión y falta la crítica.
De entrada hay que decir que La Espiga Amotinada marca un hito. Sus dos primeros libros colectivos, homónimo el primero, en 1960, y Ocupación de la palabra, en 1966 (ambos en Letras Mexicanas del Fondo de Cultura Económica), se leen hoy con perfecta frescura. Los cinco «espigos» se la traen. De manera atípica en el medio, comparten una posición política y poética claramente de izquierda que recibe impulso justo en 1960 con la revolución cubana, aquel nuevo amanecer que brilló sobre Latinoamérica y marcó los rugientes sesentas de la gran literatura en nuestra lengua, casi toda producida en este lado del Atlántico.
No practican la poesía «política» ni panfletaria. Heredan la del exilio republicano español producida o trasladada a las Américas. La Espiga es producto de un extraño, casi mágico, accidente provinciano en Tuxtla Gutiérrez, capital del entonces lejano Chiapas, que ya había dado dos estupendos poetas pocos años antes: Jaime Sabines y la comiteca Rosario Castellanos.
Juan Bañuelos, Óscar Oliva, Eraclio Zepeda, Jaime Augusto Shelley y Jaime Labastida formaron un trabuco expresivo entregado a la poesía; tenían algo que decir, y se lanzaron con temeridad. Tuxtlecos los tres primeros, fueron la verdadera balanza del quinteto, siendo Shelley del Distrito Federal y Labastida de Los Mochis.
Oliva lo rememora con sencillez en un texto publicado por la revista colombiana Ulrika (número 58, 2017): «Cuando los cinco nos encontramos en la Ciudad de México, en 1957, no fue por casualidad. Juan, Eraclio y yo éramos amigos desde niños; Labastida, Shelley y Zepeda habían estudiado juntos la preparatoria en una universidad militar. Desde las primeras reuniones comenzó la fiesta de la palabra, las lecturas comunes, las discusiones, las madrugadas que nunca terminaban; las experiencias vitales compartidas. Y los viajes, casi iniciáticos, que hacíamos por distintos paisajes y pueblos polvorientos, estrechando aún más los lazos fraternales».
Enseguida cita su poema «Año Uno»: «El valle azul. Salimos de Amatenango y llegamos a San Cristóbal. En la casa, alrededor de la pila de agua, en unas butacas con respaldo de cuero, bebimos hasta emborracharnos. Uno leía en voz alta enredándose en hazañas desordenadas, o en la amarilla ondulación de colinas convulsionado el cuerpo, cortándole las venas a las colinas; otro escribía dando golpes de coa hasta llegar a los restos de otras épocas, inventariando huesos, limpiando ofrendas, volviéndolas a enterrar cuando el papel de escribir se llenaba con una escritura de tierra y muerte; aquel pasaba a máquina un poema y lo que pasaba siempre era distinto al original, a él mismo, a la realidad que trastornada sin embargo podía apreciarse en aquellas palabras que iban apareciendo desgastadas no en el papel, sí en la frente del poeta; éste había enmudecido después de bajar del Huitepec, briznas de nubes en los hombros, terminante el puño para descargarlo, después de injuriarnos. Yo servía más tragos».
Enfatiza: «Nos unió un compromiso: el amor total a la poesía. Y el compromiso, que compartíamos con otros escritores como José Revueltas, de integrar nuestra labor de artistas a las luchas que por distintas regiones del país estaban dando los trabajadores y estudiantes de México». En el mismo testimonio resalta el papel determinante que tuvo en la formación del grupo el poeta catalán Agustí Bartra, uno de los secretos mejor guardados (el otro sería Emilio Prados) de la poesía del exilio español en México.
La evolución de La Espiga fue controversial. Siendo animales políticos, jugaron sus cartas de diferentes modos, y eso se reflejaría en su poesía posterior (o en su ausencia). Bañuelos y Oliva conservaron la constancia poética, crecieron. Son los que mantuvieron el espíritu contestario rebelde, ese «trabajo ilegal» al que alude Óscar en su compilación de 1984 (Papeles Privados-Katún, México).
Eraclio optó por la narrativa y estuvo más dispuesto a la política. Comunista, cardenista y perredista, fue legislador, actor ocasional y popular figura pública hasta que tropezó en 1995 al aceptar la Secretaría de Gobierno con un procónsul más del PRI para Chiapas y quedar manchado, así fuera a posteriori, por inacción y silencio cómplice, en las masacres de indígenas que perpetró el paramilitarismo establecido ese año por el gobierno al que pertenecía en un puesto importante.
Desde enero de 1994 los tres chiapanecos habían coincidido en San Cristóbal tras el levantamiento zapatista. Se hicieron presentes y actuaron. Juan y Óscar optaron por los indígenas rebeldes. Eraclio prefirió la vía institucional, craso error, pues quedó a las órdenes reales del Ejército federal.
Shelley tomó un camino discreto, académico, periodístico. Fue fundador y autor de La Jornada. Nunca dejó la poesía, relevante, sin estridencias. Tradujo a T S Elliot. Por su parte, Labastida se dedicó a la filosofía, a la Editorial Siglo XXI y a la vida muelle de un académico de la lengua.
Es necesario destacar a Juan y Óscar. Más de una vez se jugaron el pellejo por los zapatistas y el Tatik Samuel Ruiz García. Intercedieron por la paz y la justicia en los diálogos de San Andrés (1995-1996), acompañaron la tragedia de Acteal, en 1997, y los diversos desafíos planteados por los zapatistas. Fueron interlocutores claves del subcomandante Marcos y el comité clandestino indígena. En un par de ocasiones pudieron ser asesinados cuando fungían como «el correo de la selva» (que dijera Bañuelos) y eran valedores del obispo Ruiz García.
De manera polémica, en 2001 Óscar aceptó la Secretaría de Cultura en el primer gobierno de oposición (es decir no priísta, y el único que no respaldó a los paramilitares en Chiapas). Eso lo arrojó a un campo institucional menos minado que el de Eraclio un lustro atrás.
Hay un episodio incómodo de cuando La Espiga ya no era tal. En 1976, Jaime Labastida tomó la dirección de la revista Plural, creada y dirigida por Octavio Paz. Ello por ofrecimiento del director golpista de Excélsior, Regino Díaz Redondo, cuando el gobierno de Luis Echeverría asestó un «golpe» al estupendo diario que encabezaba Julio Scherer. La toma de Plural se vio como oportunista y hasta ilegítima, distanciando a los espigos del establishment literario. Años atrás, Paz había celebrado al grupo, dándole un lugar de altura en Poesía en movimiento (1966).
No obstante, la publicación serviría de foro a los exilados de Argentina, Uruguay, Chile y la estela cultural revolucionaria de Cuba y Centroamérica. Allí publicó sus primeras reseñas Roberto Bolaño y se acogió a los apestados detectives salvajes.
Antes de volverse funcionario, Oliva produjo varios años (sólo al principio con Bañuelos) un comprometido programa pro zapatista en Radio UNAM, Chiapas: expediente abierto, a contrapelo del gobierno zedillista y de Roberto Albores en Chiapas. No deja de apoyarlo cuando se lo hereda a su entonces colaborador Eugenio Bermejillo.
Sólo Bañuelos, el hermano mayor, la voz fuerte de un grupo que hablaba fuerte en sus versos, resistió las sirenas del poder y fue un poeta entero hasta el último minuto. Con toda justicia, también lo ha sido Óscar. Es el momento de agradecérselos.