“La edad es sólo un número”
En junio, Joe Biden ofreció a Donald Trump un irónico saludo de cumpleaños en X: “Feliz 78 cumpleaños, Donald. Llévalo de un viejo a otro: la edad es sólo un número”. Luego Biden, de 81 años, en un video, celebró sarcástico “los logros históricos de Trump”, mientras su portavoz anunciaba, “en nombre de Estados Unidos”, un regalo anticipado para su 79 aniversario: “asegurarnos de que no sea presidente de nuevo”.
Los mensajes eran parte de un “giro dinámico” de la campaña de Biden que, mediante bromas, buscaba revertir las encuestas que ponían a Trump de favorito y disipar todas las dudas sobre su agudeza mental, que reaparecieron recientemente por los videos de sus viajes a Europa en los que se veía perdido y un artículo en The Wall Street Journal en el cual varios legisladores aseguraban presenciar “sus momentos malos” y redirigirlos hacia Trump: su propio estado mental y sus diferentes peculiaridades.
Dos semanas más tarde, después del debate entre ambos en el que Biden a menudo fue incapaz de sostener el hilo de sus pronunciamientos, ya nadie se reía. Bueno, excepto Trump.
El debate, solicitado por el prop io Biden antes de lo normal, tuvo el efecto exactamente contrario al planeado: causó pánico entre los demócratas. Aun antes, un asombroso 86 por ciento de estadunidenses pensaba que Biden era demasiado viejo para el cargo, en comparación con 59 por ciento que pensaba lo mismo de Trump. The Economist escribió que Biden tenía una sola tarea: “asegurarles a todos que estaba a la altura de su trabajo a su edad” y que “fracasó totalmente”, siendo su desempeño “el peor desastre de cualquier candidato en la historia moderna”.
En vez de proyectar fuerza y energía, mostró debilidad y senilidad. Con su apariencia y argumentos ininteligibles hizo ver a Trump como más joven e incluso −un gran logro, dados sus niveles intelectuales− más coherente e inteligente, dándole el verdadero regalo anticipado: un camino abierto de regreso a la presidencia.
Otra cosa que expuso el debate, aparte del estado de Biden, que igual no era un secreto para quienes se fijaban, fue el alcance de toda la operación de encubrimiento y desinformación con que la Casa Blanca −en colaboración con los medios estadunidenses− escondía su deterioro cognitivo.
Así, los lapsus de haberse reunido con “Mitterand de Alemania” (el presidente francés que murió en 1996) o referirse al presidente de Egipto, El-Sisi, como el “presidente de México” después de hacer comentarios… en defensa de su memoria (tras un informe especial en febrero sobre su salud que los demócratas calificaron como “chapuza trumpista”), no eran excepciones a la regla, sino pocas veces en las que se pudo apreciar el daño en el presidente que fue aislado del público.
Biden dio la menor cantidad de conferencias de prensa desde los tiempos de Reagan (por las mismas secuencias de senilidad en su segundo mandato) y sus apariciones fueron recortadas al mínimo y altamente guionizadas. Los medios consideraban la historia como “no reporteable”, por el “bien mayor”, y cualquiera que levantaba el tema era un “propagandista ruso” o un trumpista.
Al día siguiente del debate Biden tuiteó: “Amigos, es posible que no camine ni hable con tanta facilidad com o antes. Puede que no debata tan bien como antes. Pero lo que sí sé, es cómo decir la verdad”, algo que repitió en un mitin al aire libre calculado para “restablecer la confianza”.
El problema con el lema “al menos sé cómo decir la verdad”, es que, como lo acaba de demostrar, Biden ya ni siquiera sabe hablar bien y cuando tuvo su chance de exponer las mentiras de Trump no supo cómo (los moderadores no las verificaban en vivo según el formato solicitado por… la propia campaña de Biden).
Además, decir que él no miente es en sí mismo una mentira, sostenida igualmente por años por los medios. No sólo mintió varias veces en la campaña de 2020 (asegurando por ejemplo que en caso de ser elegido, dada su edad… no iba a buscar la reelección), o en el mismo debate (nueve afirmaciones falsas frente a 30 de Trump), sino que desde hace años repite compulsivamente una serie de mentiras acerca de su biografía que nunca han sido propiamente cuestionadas (“porque el mentiroso es el otro”).
Cuando Bob Dole, el candidato republicano a la presidencia, se postuló a sus 73 años contra Bill Clinton en 1996, su edad fue blanco de interminables bromas de todos los comentaristas. El hecho de que hoy los estadunidenses no sólo están forzados a elegir entre dos octogenarios −Clinton que fue elegido la primera vez en 1992 es aún más joven que los candidatos de 2024−, igual parece un chiste, pero es más bien una clara señal de la crisis de la “democracia más grande del mundo”, gobernada por una verdadera gerontocracia (Biden, Pelosi, McConnell, et al.).
Soy suficientemente viejo −hablando de la edad− para acordarme de cómo todo el “mundo libre” se reía de la gerontocracia de la URSS tardía: Brézhnev, Andropov, Chernenko (e incluso me acuerdo haber visto en la tele el funeral del último). Según aquella narrativa algo así hubiera sido imposible en la democracia que es “racional” y que siempre postularía a un candidato más joven y capaz.
Al ver a los bidenistas asegurar que no pasó nada y que seguimos −muy en clave de “la edad es sólo un número”−, da las vibras de presenciar el periodo del “ocaso del imperio”, igual que en el caso soviético, donde incluso haber elegido después a un joven Gorbachov (¿en este papel Harris, Newsom, Whitmer?), no paró la debacle.